La fiesta de san Benito, Patrono de Europa, que los cristianos celebramos el 11 de julio, me ha sugerido las reflexiones que siguen. En la familia cristiana de la Iglesia nos acogemos al patrocinio de algunos de sus hijos e hijas, reconocidos santos, para pedir su intercesión ante determinadas necesidades, personales o comunitarias. Si juzgásemos la importancia y gravedad de esas necesidades por el número de Patronos intercesores, pensaríamos que Europa -tomando un símil médico- está en la UCI, pues nada menos que hasta seis Patronos suyos han declarado los Papas en los últimos años: además de san Benito, los eslavos Cirilo y Metodio; y tres santas: Brígida de Suecia, Catalina de Siena y la polaca-alemana Edith Stein que tomó precisamente el nombre de Benedicta, al hacerse carmelita.
Si la actual situación de nuestro Continente, por lo que mira a la vida social y a muchas de sus instituciones, requiere un tratamiento análogo al de un paciente en la UCI, no sería retórico preguntarse, yendo a lo esencial: “Europa, “¿dónde está tu alma?”. Más todavía: el interrogante surge espontáneo, apenas leer unas palabras del Papa Francisco el pasado 28 de abril, al llegar a Hungría. Decía así:
“En este momento histórico, Europa es fundamental. Porque ella, gracias a su historia, representa la memoria de la humanidad y, por tanto, está llamada a desempeñar el rol que le corresponde: el de unir a los alejados, acoger a los pueblos en su seno y no dejar que nadie permanezca para siempre como enemigo. Por tanto, es esencial volver a encontrar el alma europea”. Da por sentado que toda la riqueza de Europa como “memoria de la humanidad”, vehículo de “unidad” entre pueblos diferentes, y constructora de paz, ha tenido “un alma” que ha inspirado e impulsado esa grandeza, como todo árbol frondoso debe su esplendor a unas raíces vivas y vigorosas.
Francisco ofrecía enseguida una pista orientadora para la búsqueda del alma perdida: el espíritu que animó a los llamados “padres de la Unión Europea” en su reconstrucción del Continente, después de la II Guerra Mundial. El “alma europea” estuvo en “el entusiasmo y el sueño de los padres fundadores, estadistas que supieron mirar más allá del propio tiempo, de las fronteras nacionales y las necesidades inmediatas, generando diplomacias capaces de recomponer la unidad, en vez de agrandar las divisiones.” (Discurso, 28-IV-2023). Me permito añadir que estos mimbres, esenciales para la reconstrucción, estaban vitalizados, a su vez, por una savia de valores humanos y radicalmente cristianos, presentes en el espíritu de aquellos “padres de la Unión”.
Lo anterior prueba, igualmente, que los verdaderos valores humanos son inseparables de la dimensión religiosa y trascendente de la persona, que solo en Dios tiene y encuentra su origen y sentido. Al apostar por la persona concreta y singular, y por el bien común de su vida en sociedad, aquellos estadistas de mirada alta hicieron posible que germinase en Europa la realidad de convivencia y progreso social que hoy parece perdida, con tantos y tan diversos desencuentros humanos, y el tristísimo y sangriento conflicto bélico en Ucrania, que se lleva cobradas miles de vidas y numerosas penalidades.
Con todo, el post-bélico renacimiento de Europa no fue algo original en su historia multisecular. En lo esencial-que es mirar por el bien integral de la persona-,contaba con antecedentes similares entre los que destaca la obra que san Benito puso en marcha, entre los siglos V y VI; su legado y fundaciones fueron determinantes en la construcción de Europa, al sobrevenir el derrumbe del Imperio Romano. En años críticos de confusión y oscuridad de valores, como en parte sucede hoy, la contribución benedictina fue decisiva para que no se perdiesen las aportaciones positivas que, como brasas entre cenizas, pervivían procedentes del mundo antiguo.
Concretamente, fueron brasas vivas conformadas -como es sabido- por unos valores humanos y religiosos representados por tres instancias: lo mejor de la cultura y sabiduría griega en su concepción del hombre y del sentido ético de su vida; la ordenación de la vida social procedente del derecho romano; y la dimensión máximamente trascendente de la persona, aportada por la fe y vida cristiana. La obra de san Benito contribuyó a que esas instancias no se perdiesen y dieran vida a la formación de lo que hoy llamamos Europa. Vino a hacer de puente entre un mundo que agonizaba y otro que iniciaba su nacimiento y andadura. Y en aquel “hacerse de Europa”, proseguido después a lo largo de siglos, el alma vivificadora de todo ha sido la pacífica unión entre lo humano y lo divino en múltiples ámbitos, la armonía entre razón y fe diríamos hoy, una vez más.
Se comprende que Francisco y sus inmediatos predecesores en la cátedra de Roma, hayan animado a no perder el “alma de Europa”, es decir, sus valores humanos, vivificados y potenciados por la fe cristiana. Por eso, recordaré unas palabras de Benedicto XVI y de Juan Pablo II que, junto con las de Francisco, señalan también los obstáculos para evitarlos y no perder el sendero, si sabemos tenerlas en cuenta.
Francisco denunciaba “el camino nefasto de las colonizaciones ideológicas, que eliminan las diferencias —como en el caso de la denominada cultura de la ideología de género—, o anteponen a la realidad de la vida conceptos reductivos de libertad —por ejemplo, presumiendo como conquista un insensato ‘derecho al aborto’, que es siempre una trágica derrota. Qué hermoso, en cambio, construir una Europa centrada en la persona y en los pueblos, donde haya políticas efectivas para la natalidad y la familia” (Budapest, 28-IV-23).
Benedicto XVI, en su libro “La verdadera Europa. Identidad y misión”, prologado por el papa Francisco, se dirige a Europa para que, “solo redescubriendo su propia alma”, pueda entonces reafirmar “su verdadero origen e identidad que la han hecho grande y modelo de belleza y humanidad”.
San Juan Pablo II, en Compostela, junto a la tumba del apóstol Santiago -meta de innumerables peregrinos principalmente europeos, desde la Edad Media hasta hoy-, exclamaba apasionadamente: “Desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. (..) Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo”. (Discurso, 9-XI-1982)
Para concluir, pienso ahora en lo que cada uno puede y debe hacer, en el entorno de su vida y relaciones sociales, para que el “alma de Europa” no se pierda ni oscurezca. Y como “los grandes evangelizadores de Europa han sido los santos” (san Juan Pablo II, Discurso a los Obispos Europeos, 11-X-1985), referiré el testimonio de uno de ellos con el que he convivido. San Josemaría, para extender el mensaje que el Señor le confió, realizó bastantes viajes por países de Europa, desde los años 50. A su regreso a Roma, en algunas ocasiones solía comentar: “He llenado las carreteras de Europa de Avemarías y de canciones”. Y es eso: que las alegrías del corazón y de cuanto es genuinamente humano -una sonrisa, una canción-, siempre tienen una raíz y trasfondo espiritual de amor cristiano, que puede acompañar y enaltecer todo lo creado.