Nuestra finalidad no es la eficacia, la productividad. Lo que nos ennoblece no es el hacer, el ganar, sino amar.
Tengo un amigo un poco enfadado por las próximas elecciones. Acariciaba sus cercanas y merecidas vacaciones, unos días cerca del mar, fresquitos, relajados… hasta que el cartero le anuncia que tiene en suerte estar en una mesa electoral. No es fácil que nos dejen tranquilos.
Descansar es importante. Nos hemos acostumbrado al ajetreo constante, a una frenética actividad. Vemos cómo trabajan las máquinas incansables y, sin darnos cuenta, nos comparamos a ellas. No sabemos decir basta. Relajarnos. Todo es actividad, movimiento, ruido. Lo único que valoramos es la eficiencia, la productividad. Olvidamos que somos humanos, no locomotoras. Nuestra finalidad no es la eficacia, la productividad. Lo que nos ennoblece no es el hacer, el ganar, sino amar.
Para poder pensar, para tener la información suficiente y hacer una buena elección, para ser capaces de amar y dar amor, para ser humanos, necesitamos tiempo, sosiego, descanso. Hasta los materiales soportan una fatiga cuando están sujetos a una tensión constante. Los humanos más aún.
El cuerpo y el cerebro necesitan descanso. Si están siempre tensionados enferman; la falta de sueño y de descanso son causa de distracciones y equivocaciones. Vemos el mundo de un modo diferente cuando estamos descansados, distendidos y aireados. Igual que procuramos la salud y fortaleza corporal acudiendo al gimnasio, hay que intentar el bienestar personal logrando el sosiego del alma, del espíritu. Como detectamos síntomas de falta de salud: sobrepeso, arritmias, tensión arterial alta, colesterol… nos viene bien reconocer los síntomas del cansancio.
Cuando estamos agotados, perdemos objetividad, reaccionamos mal, deformamos la realidad. El carácter se agría, crece el pesimismo, perdemos capacidad de aguante. Se multiplican los motivos de inquietud. Nos invade la tristeza. Todo cuesta. No es verdad entonces que todo va mal, que estoy rodeado de pesados, que me equivoqué en mi elección sentimental, que mis hijos son un desastre. Lo que pasa es que estoy agotado. Tengo las neuronas un poco quemadas. Quien está mal soy yo, no el mundo.
El síntoma burnout es cada vez más frecuente. Dicen los expertos que los signos de este “estar quemado” son el sentimiento de vacío, la sobrecarga y el agotamiento. Pasa como con los viejos cables que, sobrecargados, chisporrotean, huelen mal y pueden provocar un incendio.
También el Señor nos invita a descansar:” Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera”. Para ser buenos cristianos, para ser muy divinos es necesario ser muy humanos. La gracia no suple la naturaleza, cuenta con ella, la presupone y la eleva. Jesús es el primero que necesita descansar; solía frecuentar el hogar de Lázaro y de sus hermanas en Betania: allí se retiraba a reposar.
Yo no diría que el descanso es una necesidad -el merecido descanso-; pienso que es una obligación, un deber que tenemos con nosotros mismos y con los demás. No podemos permitirnos el lujo de quemarnos. Dios y los nuestros nos necesitan operativos, en forma, en condiciones de poder servir. Es una temeridad olvidarlo, igual que lo es conducir con sueño o con una copa de más.
Debemos tener la humildad suficiente de reconocerlo. Olvidarnos de que somos “una máquina”, alguien fuera de serie, con aguante infinito. Dejarnos aconsejar por los que nos quieren y pueden detectar los signos de agotamiento con cierta objetividad. Dice el Génesis que “el séptimo día Dios terminó lo que había hecho, y descansó”. La Iglesia procuró el descanso dominical desde los comienzos, para estar con Dios, que es lo que más descansa, y para recuperar las fuerzas.
En ocasiones, lo que agota es la falta de sentido del trabajo, de la vida, incluso del mismo descanso. Dice Evangelii Gaudium: “El problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no aceptado”.
Aunque estamos en tiempo de vacaciones, aunque las necesitemos, y podamos disfrutar de ellas, debemos aprender a descansar para no volver más agotados. Necesitamos descansar de verdad, que es hacerlo en el Señor: “Venid a mí y encontraréis descanso en vuestras almas”. Disfrutar de un paseo agradable, de la buena compañía, del silencio, de la frescura y sosiego de un sagrario nos puede ayudar mucho.
El cultivo de las aficiones, la buena lectura y el buen cine, las actividades familiares, como los juegos de mesa, las visitas culturales, etc. descansan más que la ansiedad por descansar, los grandes viajes… El buen descanso está abierto a la familia y a los amigos. No tiene sentido el descanso egoísta que aumenta la ansiedad.