El amor no está en grandes cosas; normalmente se manifiesta en pequeños detalles, en la atención, en la mirada, en una sonrisa, en el perdón
Hace poco me comentaba un amigo sacerdote que, después de predicar una homilía sentida y sincera, se encontró por la calle un señor que salía del templo y le dijo: “Gracias padre, por bajarnos a Dios a la tierra”. Esta afirmación me ha hecho pensar. ¿Cómo es posible que, siendo Dios el más cercano a nosotros, quien se ha hecho uno de nosotros, lo perdamos tan fácilmente de vista?
Tenemos mala imagen de Dios. Vivimos como si no existiera, como si no tuviera nada que ver con nosotros. Y los creyentes, en no pocas ocasiones, tienen un concepto deformado de Él. Podríamos hacer un pequeño ejercicio y preguntarnos: ¿quién es Dios para mí?, ¿cómo es el Dios en quien creo?, ¿me he encontrado alguna vez con Él?, ¿tengo el descodificador que me ayuda a verlo?
En alguna ocasión me he encontrado con alguien que, después de unos años de noviazgo y otros de casado, ha afirmado que no conocía a la persona con que se casó. Es curioso, pero es real. Podemos convivir mucho tiempo con alguien y tener de él un conocimiento muy superficial; es más, puede ser un gran desconocido. Si esto sucede con el que vemos y tocamos, qué pasará con Dios. Si, además, estamos llenos de prejuicios y le tratamos poco, podemos ser muy injustos con nuestros juicios o apreciaciones. Esto les pasa a muchos, saben más de los marcianos que de su Dios.
Los cristianos tenemos la obligación, el reto de descodificarle; de mostrar su verdadera imagen, el auténtico icono de Dios. Tarea nada fácil, labor no solo intelectual. Debe ser, sobre todo, experimental. Emitimos “en abierto” cuando hemos experimentado el amor y la belleza de Dios. La teoría, los estudios eruditos de teología, solo valen si van acompañados del gozo y la paz de habernos encontrado con Él.
La Biblia, el best seller de Dios, suele ser más un libro ornamental que de consulta y quizás sea mejor así. Se podría decir que es peligroso leerla “de sopetón”. Hay que tener mucha formación para entenderla. El Nuevo Testamento, la parte más reciente de la Biblia, por su mayor proximidad cultural y espacial, es más fácil de comprender, pero contiene pasajes difíciles.
Hoy nos dice: “Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. Quien encuentre su vida, la perderá; pero quien pierda por mí su vida, la encontrará”. ¿Cómo entiendo esto? Parece muy duro y exigente. A primera vista, podemos intuir a un ser supremo encaramado en su trono, exigiendo una sumisión total. ¿Es esta la lectura adecuada?
Creo que lo que nos dice es que un hijo de Dios no puede amar con un amor pequeño, chiquito. Que un padre, una madre, un esposo o esposa, un amigo, se merecen otro tipo de amor que el que le damos. Debe ser amado a lo grande, como solo Dios lo sabe hacer; de un modo incondicional, con amor que sana, que reconstruye, que comprende. Amando con Dios, como Dios, engrandecemos a los nuestros.
Invitándonos a tomar la cruz, dirige nuestra mirada y sentimientos hacia la suya. Así vemos a quien tiene un amor tan grande, que da su vida por sus amigos. Al que no se rebela ante las injusticias, al que no traiciona su misión, al que perdona y disculpa: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Nos dice que todo no acaba en la cruz, que luego viene la gloria, el gozo de la resurrección. Que incluso con dificultades, con contrariedades, con dolor y traición se puede ser feliz, se puede amar.
Hay también una enseñanza en las palabras del Maestro que nos puede venir muy bien en un mundo tan superficial: el amor es más que un sentimiento. Nos recuerdan que hemos perdido el norte en el amor. Amar no es recibir cariño, atenciones, sentir un cosquilleo interior; es querer hacer feliz al otro, procurarle el bien, llenarle de bienes, disfrutar con su presencia.
El amor no está en grandes cosas: viajes, regalos caros, fuertes emociones…Normalmente se manifiesta en pequeños detalles, en la atención, en la mirada, en una sonrisa, en el perdón. Nos recuerda el Evangelio: “Y cualquiera que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser discípulo, en verdad os digo que no quedará sin recompensa”. Podemos alegrar la vida a los que tenemos cerca cuidando los detalles, prestándoles atención, pequeños servicios. Esto está a la altura de cualquier bolsillo.
Dios es mucho más cercano de lo que pensamos, muchísimo mejor de lo que imaginamos, más “humano” que cualquiera de nosotros. A su lado se está muy bien. Sería una pena no darnos cuenta.