Los hombres y mujeres estropeamos nuestras relaciones; lo lógico será recomponernos
Recuerdo de chico que era frecuente ver a diversos artesanos que trabajaban “a pie de calle”: paragüeros, colchoneros, banasteros, afiladores…; había uno que reparaba las piezas de alfarería rotas, el lañador. Recomponía lebrillos, jarras, tinajas… mediante unas lañas –grapas metálicas– que unían las piezas rotas. Estas quedaban otra vez útiles, podían usarse de nuevo; eso sí, conservaban a la vista sus “heridas de guerra”. ¡Qué bonito es ser lañador: restaurador, unificador! Tener vocación de pegamento.
La unidad siempre es buena cosa, es signo de vida, de armonía, de fuerza. Lo mejor que se puede hacer para vencer a un enemigo es dividirlo. Este es el oficio del diablo: desunir. Nosotros podemos plantearnos la vida como pegamento, ser personas que unen, o como cizañeros, que desunen. Necesitamos la unión en nuestra vida. Unidad y armonía entre nuestros principios y modo de actuar; de lo contrario la esquizofrenia hará estragos. Unión en nuestras familias; entre los esposos, sobre todo. Armonía en los ciudadanos, que sepamos convivir; apreciar lo bueno de los otros, sumar.
Unidad en la Iglesia: “Porque el pan es uno, somos un solo cuerpo, aun siendo muchos, pues todos participamos de ese único pan” (1Co 10, 17). Jesús es uno con su Padre y, en su oración, pedía por la misma unidad para la Iglesia: “Que todos sean uno”.
Una imagen de esta armonía son el pan y el vino. Decía san Cipriano: “Los mismos sacrificios del Señor ponen de relieve la unidad de los cristianos fundada en la sólida e indivisible caridad. Dado que el Señor, cuando llama cuerpo suyo al pan compuesto por la unión de muchos granos de trigo, indica a nuestro pueblo reunido, que él sustenta; y cuando llama sangre suya al vino exprimido de muchos racimos y granos de uva reunidos, indica del mismo modo a nuestra comunidad compuesta por una multitud unida”.
Nos hemos referido a las vasijas de loza. Somos conscientes de su fragilidad. Igual nos sucede a nosotros, los hombres y mujeres nos rompemos; estropeamos nuestras relaciones. Lo lógico será recomponernos. La sociedad de consumo nos lleva al “usar y tirar”. Ya no compensa recomponer lo roto, arreglar lo estropeado. Es más barato cambiar de móvil, de lavadora, tirar los cacharros rotos. Sin darnos cuenta, esta filosofía ha invadido nuestras relaciones; ya no nos tiene cuenta rehacerlas, recomponerlas. Vamos a por otras. El mercado es rico en ofertas. Ya el lañador ha ido al paro. Tampoco queremos a personas recompuestas, relaciones con cicatrices. Ni siquiera somos capaces de aceptar nuestros errores, que somos frágiles y necesitamos sanar, curar.
Hoy celebramos la preciosa fiesta del Corpus Christi. La Eucaristía es: “¡Sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad!”, como decía san Agustín. Es muy bonito que llamemos al acto de recibir la Eucaristía comunión: común unión. Esta conformidad es tan grande que Le podemos comer. Es mucho más que una transfusión, que un trasplante, que reanimar a alguien con el “boca a boca”. Cuando recibimos la comunión, cuando visitamos un sagrario, cuando acompañemos al Señor por las calles en la custodia, estamos con el Médico divino, con el que da la vida, con el gran Restaurador. Es el que mejor une, quien ejerce el mejor oficio de Lañador.
Podemos vivir esta celebración gracias al poder que Cristo dio a los sacerdotes: “Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación, palabras que lo hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él”, dice Benedicto XVI.
Al hacerse presente Dios entre nosotros en el pan y vino consagrados, se une el cielo y la tierra. Al recibir la comunión no solo nos unimos a Dios; con Él, nos acercamos a todos los hombres. El amor de Dios en nosotros nos da una capacidad ilimitada de amar, de perdonar, de sanar heridas, de unir.
Volviendo a las lañas, decía san Josemaría de una vieja sopera: “Es una cosa vulgar, pero a mí me encantó, porque se veía que la habían usado mucho y se había roto –debía ser de una familia numerosa– y le habían puesto bastantes lañas para seguir empleándola. Además, como adorno habían escrito, y se había quedado allí después de sacarla del horno: amo-te, amo-te, amo-te... Me pareció que aquella sopera era yo. Hice oración con aquel cacharro viejo, porque también yo me veo así: como la sopera de barro, rota y con lañas, y me gusta repetirle al Señor: con mis lañas, ¡te quiero tanto! Podemos amar al Señor también estando rotos, hijos míos”.
Podemos querer también a aquellos que se han roto, podemos hacer de pegamento, podemos tomar la decisión de unir, de no provocar más rupturas. Podemos perdonar, elegir el oficio de unir.