El buen gobernante ha de promulgar leyes que busquen y refuercen el bien común, y ayudar así a que el valor pedagógico de la ley contribuya a la buena formación de la conciencia cívica
Estamos en un momento de gran trascendencia para España. Hay que desear que los que resulten vencedores en las próximas elecciones estén dispuestos a defender valores inderogables, valores imprescindibles para el verdadero progreso de los pueblos, que necesariamente incluye el progreso moral, ético, en temas esenciales.
¿Y cuáles son esos temas esenciales?: la unidad de España es uno de ellos. Apartar de la vida política a los que justifican el terrorismo es otro. A nadie sensato se le ocurriría decir que esos valores son de "derechas" o de "izquierdas", porque son para todos, y el que no los defienda queda descalificado.
De igual modo debe ser también para todos defender la vida humana desde su concepción. ¿No sería una locura considerar el aborto y la eutanasia como un progreso, mientras que defender la vida humana sería un atraso? ¿No sería una lamentable cobardía no atreverse a dar la cara para defender a los no nacidos, los ancianos, los enfermos terminales...? ¿Qué credibilidad moral tendría el supuesto interés por los derechos humanos, los valores sociales, la justicia, la paz..., si no se defiende y respeta el derecho humano fundamental: la vida humana? Ese respeto es esencial para el verdadero progreso en la vida de los pueblos, y no el meramente económico.
El supuesto caso de conflicto entre la vida de la madre y la vida del nasciturus, hoy día es más teórico que real. Y una cosa es que en algún caso, el embarazo sea objetivamente un peligro real para la vida de la madre por circunstancias concretas que hay que evaluar bien en cada proceso, y otra cosa bien distinta es el estrés que le produzca a una persona determinada un embarazo no deseado, o alguna otra alteración semejante, que objetivamente no supone ningún peligro para la vida de la embarazada y no tendría ninguna justificación médica abortar.
Hay más valores inderogables, por tanto válidos para todos, como el reconocimiento de la naturaleza humana ─la sexualidad está ligada al sexo biológico, y no es una mera opción cultural─, la igual dignidad de hombres y mujeres y a la vez distintos y complementarios. Y el derecho de los padres a la educación que deseen para sus hijos, sin imposiciones ideológicas más que opinables. Y el derecho a la libertad religiosa, sin discriminaciones, etc.
El buen gobernante ha de promulgar leyes que busquen y refuercen el bien común, y ayudar así a que el valor pedagógico de la ley contribuya a la buena formación de la conciencia cívica. Por el contrario, no debe ceder al error, por conveniencia propia, de dar cobertura legal a situaciones y comportamientos contrarios a la naturaleza humana y a la dignidad de la persona más o menos extendidos.
La legalidad de una ley no es garantía suficiente de su moralidad, de su justicia, de su contribución al bien común. No se deben confundir los simples deseos con los derechos, ni inventar "derechos" ajenos o contrarios a los verdaderos derechos humanos reconocidos por las Naciones Unidas en 1948.
El buen gobernante debe ser prudente en sus decisiones, pero esa prudencia, bien entendida, no está reñida con la valentía y la altura de miras para elevar el nivel de los valores morales que su pueblo necesita, para hacerlo de verdad más humano, más justo, más solidario, más respetuoso con todas las personas; en definitiva, más libre, es decir, más capaz de amar la verdad y hacer el bien, que eso es la verdadera libertad.