Juzgar demasiado severamente indicia que no nos encontramos en paz, además de no saber ponernos en el lugar del otro y de, probablemente, equivocarnos.
Todos hemos caído alguna vez en la trampa de crear juicios sobre los demás, ya sea un familiar, un amigo, nuestra pareja o un compañero de trabajo. Incluso, a veces, realizamos juicios sobre personas que ni siquiera conocemos. Somos bastante rápidos en juzgar, en tratar de adivinar las intenciones de los demás y el porqué de sus actos -o al menos eso pensamos-.
Solo hacen falta un par de segundos para que, casi de forma automática, interpretemos por qué esa persona ha dicho tal cosa, ha actuado de esa manera y no de otra o cuáles son los motivos que la han llevado a gesticular de ese modo. Incluso, también nos juzgamos a nosotros mismos y no solemos salir bien parados. Todo lo contrario. Nos exigimos tanto que, al final, cualquier cosa que hagamos carece de valor o es insuficiente.
Ahora bien, ¿hasta qué punto estas historias que nos contamos coinciden con la realidad? Todo parece indicar que hay más ficción que verdad en cada una de ellas.
El mal hábito de suponer
Cuando emitimos un juicio sobre otra persona, lo que estamos haciendo es interpretar la realidad de un modo determinado. Dirigimos nuestra atención hacia los detalles y aspectos que consideramos más importantes y el resto quedan relegados. Es decir, no tenemos en cuenta toda la información, sino una ínfima parte. Por lo tanto, lo que hacemos es generar hipótesis sobre una situación o persona, que no son más que un conjunto de suposiciones y nos olvidamos de que existen otras posibilidades.
Así, creamos historias que apenas se sostienen, aunque nosotros las cataloguemos como verdad. Sin embargo, el problema no es solo que nos contemos cuentos, sino que además, en muchas ocasiones, dejamos que esas historias nos influyan hasta llegar al punto de reaccionar ante ellas o tomar decisiones. Y así es como la mayoría de las veces ocurren los conflictos y malentendidos: a partir de ficciones.
Nuestra mente, en un intento por tranquilizarnos, rellena los huecos vacíos con informaciones poco o nada contrastadas. Por ejemplo, podemos dejar de hablar a una persona porque interpretamos que su gesto o su comentario iban contra nosotros o nos enfadamos con nuestra pareja porque creemos que no nos ha llamado porque no ha querido. Eludimos que había más gente en la sala y que nosotros somos más susceptibles a comentarios relacionados con nuestra profesión porque en el pasado nos dijeron que esa carrera no serviría para nada y que nunca conseguiríamos dedicarnos a ello o que nuestro pareja tuvo una reunión y hasta que no salió no nos pudo avisar.
Tenemos la mala costumbre de jugar a los adivinos y lo peor de todo es que ni nos damos cuenta de ello. Soportamos tan poco la incertidumbre, ese no controlar la situación o no saber qué pasará, que nuestra mente, en un intento por tranquilizarnos, rellena los huecos vacíos con informaciones poco o nada contrastadas, expectativas y suposiciones. Visto así, juzgar es un mecanismo de supervivencia.
A esto hay que sumarle el miedo, las heridas que arrastramos del pasado y el orgullo que, a veces, nos gobierna y que nos impide dirigirnos al otro para preguntarle, darle la oportunidad de explicarse o simplemente para ponernos en su lugar y tener en cuenta que es posible mirar al mundo desde otra perspectiva. De ahí que a veces nos quedemos con nuestras conjeturas.
Hay una historia detrás de cada persona
Uno de nuestros mayores errores cuando nos relacionamos con los demás es olvidar su historia personal. Es decir, tener en cuenta que no han vivido lo mismo que nosotros, no han experimentado las mismas experiencias y tampoco se ha encontrado con las mismas personas, por lo tanto es bastante complicado que coincidamos 100 % con ellos.
No obstante, eso no quita que nos pasemos casi la mitad de nuestra vida tratando de averiguar qué impulsa a los demás a actuar y la otra mitad a juzgar sus comportamientos.
Si ya es difícil conocerse a uno mismo, ¿cómo es posible que adivinemos las intenciones de los demás?
Lo cierto es que todo lo que ocurre a nuestro alrededor nos matiza desde nuestros primeros años de vida, tanto a nivel de pensamiento como de emociones y conductas. A veces, nos percatamos de ello y otras no tanto, pero eso no implica que no nos influya y que configure nuestra forma de mirar al mundo.
Por lo tanto, si ya es complicado adentrarnos en nuestras profundidades, conocernos y contactar con nosotros mismos, ¿cómo es posible que sepamos cuáles son las intenciones de los demás? De hecho, ¿cuántas veces no nos ha pasado que ante una misma situación nuestra pareja percibe lo ocurrido de una forma muy distinta a la nuestra?
Opinar de forma distinta, observar el mundo desde otras perspectivas es normal. No tenemos el mismo bagaje que los demás: nuestros valores, experiencias, pensamientos, sentimientos, etc. son diferentes. Entonces, ¿por qué tanto juzgar?
El arte de comprender: la empatía
Se trata de comprender más y juzgar menos, de ponerse en el lugar de los demás y evitar los juicios como soluciones rápidas a nuestras dudas e incertidumbres. La mayoría de nosotros no actúa con mala intención ni para hacer daño, sino de la mejor manera que puede.
Tan solo hay que salirse de la zona de confort, de la comodidad de querer llevar la razón, de ver el mundo desde nuestra mirada y ponerse en el lugar de los demás, pero desde su perspectiva, no de la nuestra.
La mayoría de nosotros no actúa con mala intención ni para hacer daño, sino de la mejor manera que puede
El hecho de juzgar tanto también indica algo y es que no nos encontramos en paz ni en armonía con nosotros mismos. De hecho, si analizamos nuestros juicios, quejas y críticas sobre los demás es muy probable que identifiquemos aspectos nuestros en ellos. Pues quien juzga a los demás duramente también lo hace consigo mismo.
Por tanto, se trata de comprender las circunstancias de los demás, teniendo en cuenta su historia de vida. De decidir no hacer juicios rápidos, sino intentar conocer su perspectiva. Porque si una persona ha vivida profundamente una experiencia de abandono es normal que se ponga a la defensiva cuando crea que no cuenten con ella, si no ha sanado sus heridas o si por ejemplo alguien fue muy criticado y exigido en su infancia es probable que esté alerta cuando hablen sobre él.
Hay que ser más humildes, compasivos y reflexionar más para intentar ponerse en el lugar de los demás y detener esos hábitos automáticos que nos llevan a suponer y crear ficciones sobre ellos. Hay que cultivar la aceptación y la flexibilidad y no olvidar que hay una historia detrás de cada persona.
Gema Sánchez Cuevas, en objetivobienestar.com/
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