La luz inseparable del sentido trascendente de la vida humana
¿Quién no se ha dicho alguna vez: “Esto no lo veo nada claro”? Aplicamos el verbo “ver” a captar realidades sensibles, y también a la visión intelectual para resolver los problemas de la vida. Son distintos niveles de conocimiento, y en los dos queremos una visión correcta porque estamos hechos para la verdad, y ver todo como Dios manda.
Sin embargo, una lesión ocular puede impedir que se capten las tres dimensiones espaciales -longitud, anchura y profundidad-, con el resultado de una visión plana e incompleta.
Algo análogo puede suceder en un ámbito superior, ante los problemas laborales, de convivencia y, no digamos nada, ante las “preguntas existenciales” que plantea la vida. Aquí, la facultad visiva corresponde a la inteligencia, a la “cabeza”, sin que el corazón resulte ajeno; y el enfoque y concierto de los problemas será tanto mejor, cuanto más se aproxime al verdadero bien de la persona, tomado en su globalidad.
Hoy deseo referirme al enfoque óptimo, el que cuenta con aquella luz que confiere la visión tridimensional en el plano superior de la existencia: aquella luz inseparable del sentido trascendente de la vida humana.
Este prólogo viene a cuento de las tentaciones de Cristo en el desierto, con cuyo recuerdo los cristianos iniciamos el tiempo litúrgico de Cuaresma. Desde la luz de la fe haré una lectura tridimensional de aquellos momentos y de su contexto histórico, centrándome en tres puntos: el desierto mismo, como escenario de las tentaciones; en Cristo, que quiso enfrentarse al demonio; y en la ayuda de los ángeles, igualmente protagonistas del combate.
El “desierto”, como paradigma de territorio inhóspito, árido y solitario, ha suscitado como contrapunto paradójico pensamientos positivos. Se ha dicho, por ejemplo, que: “Lo bello del desierto es que en algún lugar esconde un pozo”; o bien: “Sin música, la vida es un viaje a través de un desierto”; igualmente: “Dios creó el desierto para que el hombre pudiera sonreír al ver las palmeras”.
Estos aspectos positivos e ingeniosos se enriquecen aún más con la visión tridimensional que aporta la fe, al decirnos: sí, el desierto, a pesar de su aridez, es verdadero símbolo de nuestro peregrinar terreno, indispensable para la meta feliz del Cielo. Y esta visión queda fundamentada por el contexto histórico del pueblo judío.
En efecto, la vida de aquel pueblo salido de la esclavitud de Egipto, y peregrino durante cuarenta años hacia la Tierra Prometida, fue realidad histórica, pero inseparable de su dimensión religiosa y sobrenatural: Dios dispuso aquel tiempo de prueba porque, a la prometida felicidad de la Tierra, debía hacer eco el esfuerzo humano merecedor de ella. Hoy, como entonces y para todos: el Cielo, la prometida felicidad en la Casa del Padre requiere que, con la ayuda divina, cada uno de nosotros, peregrinos de este mundo, se haga merecedor de ella, mirando el ejemplo de Cristo.
Aquí es donde la presencia de Jesús en el desierto tiene mucho que decir, porque esclarece definitivamente el cuadro completo de la vida misma. Cristo, con sus cuarenta días de oración y penitencia, hizo realmente suyo todo el trascendente simbolismo del pueblo judío en su doloroso peregrinar hacia la Tierra Prometida.
Con su combate nos dio la clave del “porqué último” del nuestro, contra quién hemos de librarlo, y con qué medios contamos para salir victoriosos.
El “porqué radical” de lo negativo y desabrido que presenta el desierto de la vida, se explica por la rebelión de Adán y Eva contra Dios, y recibe un nombre: se llama pecado original. Pasaron así de la vida paradisíaca a esta otra del desierto, que sus descendientes bien conocemos.
El Hijo de Dios, al hacerse hombre para devolvernos a la Casa del Padre, quiso participar de lleno en todas nuestras vicisitudes terrenas, a excepción del pecado. Y como la tentación no es pecado sino ocasión para mostrar nuestro amor a Dios, que prueba así la libertad personal, Cristo quiso aceptar el combate contra el tentador y servirnos de modelo para el nuestro.
También el ángel tentador tiene un nombre: Satanás, que posee una naturaleza enteramente espiritual; fue un ángel que, junto con otros, sucumbió en la prueba del amor y, desde entonces, buscan seguidores. Las tres tentaciones que sufre el Señor, diferentes entre sí por las virtudes que le ponen a prueba, son idénticas por su finalidad: apartarle de su misión redentora que, unido al Espíritu, llevará a cabo por amor al Padre y a cada uno de nosotros. Cristo salió victorioso: “Entonces le dejó el diablo, y los ángeles vinieron y le servían”, escribe san Mateo cerrando el pasaje de las tentaciones.
Ángeles y demonios enmarcaron aquel episodio y son también protagonistas invisibles, pero reales, en nuestro peregrinar terreno. Convendrá tenerlo presente en el combate de la vida. Así, por ejemplo, tras la pereza para acometer una obligación, o ante el inesperado brote de ira y malhumor, o de hacer una crítica despiadada, decir una mentira, etc., laten insinuaciones de Satanás. Pero Dios ha querido que para salir victoriosos, junto a la fuerza de los sacramentos, tuviésemos también un Ángel Custodio. Quizá más de un lector podría ofrecer experiencia personal de sus servicios. Cerraré estas líneas con el testimonio de una joven africana, que leí hace poco en “Mujeres de ébano”, donde se recogen historias vivas del desarrollo humano y profesional de muchas mujeres, en diversos países de África.
Lo refiere DuniSawadogo, marfileña, hija de padre musulmán y madre católica. Estudió Farmacia en Abidján, hizo un doctorado en España y pasó temporadas investigando en USA e Inglaterra. Regresada a Costa de Marfil, al desatarse la guerra civil, cuenta este episodio: “Uno de esos días, con violencia, saqueos, y violaciones por doquier, al dejar el laboratorio, había tanques bloqueando los caminos y me encontré sola en la calle, sin saber cómo volver a casa. Estaba muy asustada y no tenía a quién pedir ayuda. En ese momento, solo se me ocurrió acudir a mi ángel de la Guarda. Justo entonces, salió un taxi de no sé dónde y se detuvo ante mí. Me subí. Condujo entre baches de barro y cadáveres y, al final, dando algunas vueltas de más, consiguió dejarme en casa” (Mujeres de ébano, p. 51-52).
Si cultivamos el trato con nuestro Ángel Custodio, comprobaremos sus pequeños servicios y, llegado el caso, quién sabe si no nos sacará también de un apuro gordo en la guerra que, en este desierto de la vida, nos seguirán haciendo Satanás y sus secuaces.
José Antonio García-Prieto Segura en religion.elconfidencialdigital.com
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