La sinceridad, la verdadera originalidad y la integridad conllevan un riesgo profesional
Una fundación cultural de campanillas me pregunta por un tema que brille en la vida pública de España por su ausencia. No tengo duda. El brillo de su ausencia es enceguecedor: no tenemos o no nos presentan modelos excelentes. Ya es una preocupación explícita en las sociedades actuales: la falta de élites, su deserción o su nula influencia social. Ensayos como Mediocracia (Alain Deneault, 2019) o Conformity (Cass R. Sunstein, 2019) lo estudian. El hecho tiene dos dimensiones: por una parte, hoy resulta más difícil alcanzar la excelencia y, por otra, la excelencia ha desaparecido de la vida pública. Ambos fenómenos se retroalimentan.
Nuestros sistemas políticos, administrativos, económicos, académicos, etcétera fomentan la mediocridad de diversos modos. Propician que lleguen a los altos cargos los empleados o políticos más aduladores y sumisos al superior. Para pensar ya está él, piensa el jefe, que solo exige ejecutores. El talento ajeno se percibe como una amenaza. La sinceridad, la verdadera originalidad y la integridad conllevan un riesgo profesional. De este modo, nuestras sociedades han dejado crecer la maleza en los caminos —ya de por sí escarpados— que conducían a la excelencia.
Parece tópica la queja acerca del nivel de los políticos actuales con respecto a los de la Transición, pero es un buen ejemplo, porque los datos objetivos, como su nivel de sus estudios y las carreras profesionales previas, sostienen el tópico. La universidad —agobiada por la burocracia y los estándares— ya no es reducto del saber y de la libertad de cátedra. ¿Cuántos sabios reconocidos socialmente quedan en España? La crítica literaria ha caído en los hábitos más comerciales, y adolece de amiguismo y frases hechas.
Se ha impuesto una lógica de mercado incluso en los ámbitos culturales. En las redes sociales, la relevancia la concede el número de seguidores, no el fundamento intelectual. Hay muchas cuentas de gran valor ético y periodístico con menos seguidores que otras porque las audiencias las amplían los memes, la agresividad o la interacción constante. Los grandes premios culturales se dan sistemáticamente a lo mediático o a lo ya premiado. Para no arriesgar y porque así las instituciones se recompensan a sí mismas con perfiles cuyo prestigio previo revierte en el renombre del galardón. Nadie se arriesga a descubrirnos a alguien valioso o a desvelarnos una obra loable.
Pero una sociedad necesita tener y admirar a sus excelentes. O más concretamente, a modelos, como sostenía Max Scheler, que puedan inspirar una sana emulación. El ser humano aprende imitando, y las comunidades mejoran cuando disponen de variados ejemplos edificantes. Quizá este sea uno de los sentidos del mandato evangélico de que los primeros entre nosotros han de ser los servidores de todos. En especial, las nuevas generaciones necesitan ver lo bueno para hacerse mejores.
No lo ven. ¿Qué formas hay de fomentar y mostrar la excelencia? El igualitarismo dogmático impide que los colegios públicos y privados se propongan formar futuras élites políticas y culturales que nos beneficiarían a todos. Las academias de ciencias, artes y letras están muy anquilosadas. Una crítica literaria, cinematográfica y ensayística bien pagada en una revista cultural libre y exigente y, por tanto, prestigiosa quizá no fuese suficiente, pero sería imprescindible. La consolidación de premios públicos y privados con unos procedimientos transparentes resultaría vital, aunque parece inimaginable. La universidad como institución encontraría aquí un reto a la altura de su historia y, a la vez, rabiosamente contemporáneo.
Menos mal que, mientras tanto, todos podemos poner nuestro granito de arena. Jamás digamos que está bien lo que no nos lo parece ni dejemos de alabar lo que sí. Digamos que el emperador va desnudo, si lo va, y que el mendigo es un príncipe, si lo es. El boca a boca puede ser, hoy por hoy, como la respiración asistida para una excelencia moribunda, casi ahogada en tanto ruido mediocre y metódico.