Si un ingeniero no hace buenos proyectos, lo que construya está abocado a hundirse
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Un reconocimiento que no requiere la fe, porque está en la propia naturaleza de todo ser humano
Muchos miles de personas hemos asistido a la Misa de la Sagrada Familia en la Plaza de Colón, el domingo 30 de diciembre. El ambiente festivo era evidente. Los innumerables niños que con sus padres asistían a la ceremonia religiosa daban un aire de juventud y de gozosa esperanza. Otros muchos miles de personas habrán seguido desde sus domicilios este acontecimiento, que va adquiriendo tradición y dimensión nacional e incluso internacional.
Gracias a Dios, a pesar de las dificultades externas, la institución familiar es y será siempre imprescindible para la salud moral de la sociedad, e incluso para el desarrollo económico y su misma subsistencia. Esos padres, comprometidos incondicionalmente con la educación de sus hijos y con el cuidado y atención de los mayores, son de un valor inestimable en la configuración de la sociedad.
Aunque lamentablemente no faltan matrimonios en crisis −crisis que son evitables en la mayoría de los casos−, el matrimonio y la familia −un padre, una madre y unos hijos− son, como siempre se ha considerado, la “célula básica” de la sociedad. Una sociedad será lo que sean las familias que la componen.
Si esto es así, y en teoría la inmensa mayoría, incluidos los gobernantes, estamos de acuerdo, ¿por qué se permite que la legislación civil no proteja debidamente al matrimonio y a la familia?, ¿por qué se permite equiparar el matrimonio a otras relaciones o convivencias de características esencialmente distintas, incompatibles por tanto con el matrimonio?; ¿cómo se permite llamar matrimonio a una relación entre dos personas (o más, si se quisiera) en las que no importa la heterosexualidad, tampoco importa la procreación y la estabilidad ni se contempla…?, ¿cómo se puede definir el matrimonio como una “comunidad de afectos que genera un vínculo o sociedad de ayuda mutua entre dos personas que poseen idéntica posición en el seno de ese vínculo”? (Fundamento jurídico n. 9 de la sentencia del TC): según esta genérica e inespecífica definición de matrimonio, sería también matrimonio prácticamente cualquier convivencia, como por ejemplo la comunidad afectiva de un tío y su sobrino que deciden vivir juntos. ¿Cómo puede ser que el porcentaje mínimo de esos “matrimonios”, que no pasarán del 1% con relación al total de matrimonios hayan conseguido desnaturalizar al 99% restante para que puedan equipararse a ellos?
La justicia debe tratar de modo desigual a realidades desiguales. El legislador puede y debe hacerlo, pues la sentencia del TC le deja las manos libres: no le obliga a mantener esos “matrimonios” porque la sentencia no lo considera un derecho, aunque según dicha sentencia, tampoco se opone a la Constitución (por la anómala interpretación evolutiva de la misma a la que recurren, exégesis que hace decir al texto legal lo que no dice, con las consecuencias imprevisibles que se derivarían de esta interpretación si se aplicase a otros muchos campos).
Por esta injusta equiparación, que desnaturaliza la esencia del matrimonio al despojarlo de sus rasgos específicos e imprescindibles (heterosexualidad: uno con una; procreación; indisolubilidad), puede decirse, por fuerte que resulte, que “asistimos a la destrucción del matrimonio por vía legal” (n. 111 del Documento de los Obispos sobre ‘La verdad del amor humano’)
Como también han dicho recientemente los Obispos, con motivo de la sentencia del TC, «la legislación actualmente vigente en España ha redefinido la figura jurídica del matrimonio de tal modo, que éste ha dejado de ser la unión de un hombre y de una mujer y se ha transformado legalmente en la unión de dos ciudadanos cualesquiera, para los que ahora se reserva en exclusiva el nombre de “cónyuges” o de “consortes”. De esta manera se establece una insólita definición legal del matrimonio con exclusión de toda referencia a la diferencia entre el varón y la mujer. Los españoles han perdido así el derecho de ser reconocidos expresamente por la ley como “esposo” o “esposa”».
Benedicto XVI, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de este año, ha escrito que «la estructura natural del matrimonio debe ser reconocida y promovida como la unión de un hombre y una mujer, frente a intentos de equipararla desde un punto de vista jurídico con formas radicalmente distintas de unión que, en realidad, dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su papel insustituible en la sociedad». Añadía el Papa que este reconocimiento no requiere la fe, porque está en la propia naturaleza de todo ser humano.
Por todo esto se puede decir, en palabras del Presidente de Pontificio Consejo de la Familia, Mons. Vicenzo Paglia, que «la destrucción de la familia se presenta como el problema número uno de la sociedad contemporánea, aunque pocos se den cuenta de ello».
Efectivamente, conviene que la sociedad, que mayoritariamente desea el matrimonio tal y como ha sido desde que el mundo existe, se entere de lo que está en juego. No es simplemente que se ha abierto la puerta a un falso matrimonio; es que al hacerlo, el verdadero matrimonio ha dejado de ser lo que era, para la legislación civil. Y eso no debe admitirse, por ser claramente injusto. «Todos, desde el lugar que ocupamos en la sociedad, hemos de defender y promover el matrimonio y su adecuado tratamiento por las leyes» (‘La verdad del amor humano’, n. 111).
Los que gobiernan no deben ampararse en la más que discutible sentencia del TC −como los mismos votos particulares de algunos magistrados han subrayado−, ya que, como decíamos, si quieren pueden cambiar la ley del 2005 que abrió la puerta a esa “ingeniería social”. Si un ingeniero no hace buenos proyectos, lo que construya está abocado a hundirse. Y en esto estamos por el momento. La crisis económica no debe hacer olvidar esta otra crisis, de más graves consecuencias a la larga.