Cuando le damos nombre a algo o a alguien, lo separamos, lo convertimos en único y nos comprometemos con su existencia
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Estoy casi seguro de que esos ciento y pico mil niños que no llegaron a nacer el año pasado carecían de nombre, como tantos mendigos que se quedan sin la limosna de nuestra mirada…
En una casa cerca de Teixeiro hay una perrita sin nombre por culpa de mi hermana, que se niega a dárselo. Tiene unos dos meses y es la última hija de Bart, un cruce de pastor alemán y husky, bautizado así por mi sobrino en honor al protagonista de la serie animada, gamberro como él. Bart murió hace unas semanas y mi hermana no sabe aún si quedarse con su hija o regalarla. Y no le pone nombre para sentirse libre. Dice que si le da un nombre, ya no puede separarse de ella.
Siempre me ha impresionado su razonamiento, que trasluce el poder de nombrar, privilegio humano. Cuando le damos nombre a algo o a alguien, lo separamos, lo convertimos en único y nos comprometemos con su existencia. Hacemos eso incluso con quien ya tiene nombre: le damos otro solo para nosotros, para hacerlo todavía más único y especial. Ocurre así, por ejemplo, con casi todos los apelativos familiares. De la misma manera, al presentamos a alguien, le otorgamos vía libre para que se dirija a nosotros, para que nos llame, para que entre en nuestra vida. Quizá de ahí el carácter formal, casi de rito, que aún revisten las presentaciones.
Estoy casi seguro de que esos ciento y pico mil niños que no llegaron a nacer el año pasado carecían de nombre, como tantos mendigos que se quedan sin la limosna de nuestra mirada, como tantos estafados, robados, violentados. Todos sin nombre, NN’s como les llaman en Colombia. El anonimato nos hace injustos, con el benéfico donante anónimo como excepción. Les pido a los Reyes Magos que traigan nombres para todos, especialmente para los niños.