La Iglesia debe dirigirnos al bien, a la verdad, al amor. No puede ser una madre consentidora
Me contaron que se jubiló el pastor de una iglesia protestante con pocos feligreses, pero asiduos. Presentó a su sustituto, que era una pastora. Al poco tiempo bajó el número de los parroquianos. Transcurridos unos meses la pastora apareció con su pareja, otra mujer, y siguió disminuyendo el número. Quien lo contaba dijo que sus padres dejaron de ir a los oficios y que él se hizo católico. Buscaba continuidad con el Evangelio, seguridad.
También reina cierta confusión entre nosotros. Esta vez el protagonista es un adolescente que acudió a confesarse. Al acusarse de algo contra el sexto mandamiento, el sacerdote le dijo que eso no era pecado, que daba igual. El chico, con mucho sentido común, le respondió: “Pues si da igual, confiéseme si no le importa”.
Por último, a un sacerdote, que se le nota por el modo de vestir, se le acercó un compañero, buena persona, pero que había optado por la vestimenta civil, y le preguntó: ¿los jóvenes no se asustan al verte así? Le respondió que en absoluto, que en muchas ocasiones se acercaban para solicitar sus servicios o para darle las gracias por ir así vestido. Aunque “el hábito no hace al fraile, ayuda”. Es bonito ver signos de identidad cristiana por la calle, aunque algunos intolerantes y poco inclusivos los insulten.
Nos dice Isaías: “Fortaleced las manos cansadas, afianzad las rodillas vacilantes, decid a los de corazón apocado: ¡Ánimo!, no temáis, mirad a vuestro Dios, vengador y justiciero, viene en persona a salvarnos”. En momentos de tanta confusión buscamos orientación, seguridad, claridad de ideas. La Iglesia, como buena madre, vela por la salud y salvación de sus hijos. No puede ser una madre consentidora que a todo dice que sí.
Me decía una adolescente que tenía la peor de las madres: no le dejaba hacer lo que quería, se metía en sus cosas, siempre dando consejos…, pero que menos mal que la tenía. Protestaba, pero le daba seguridad, se sentía querida. No basta con ser graciosos, con tener “buen rollo”. El amor lleva a querer lo mejor, lo bueno, para los nuestros. Esto debe hacer la Iglesia, dirigirnos al bien, a la verdad, al amor.
Su misión es llevarnos a Dios, seguir la obra de Cristo. Jesús aportó novedad, savia nueva al mundo pequeño del judaísmo, nos mostró el camino del amor, pero no se calló las cosas, no fue “políticamente correcto”. Denunció las injusticias, enderezó lo que estaba torcido. Basta ver su intervención sobre el divorcio, ya extendido en aquel momento: “Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así. Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer −no por fornicación− y se case con otra, comete adulterio”.
Ahora queremos que la Iglesia se pliegue a las circunstancias actuales, a los poderes de este mundo, que “bautice” todos nuestros caprichos. Esto sería su perdición. Algunos creen que tiene que ser más cercana, y así debe ser, pero debe acercarse a curar las heridas, a acariciarlas y suavizarlas, no a contagiarse, ni a propagar las enfermedades. Cercana para ser consciente de los males y pobrezas; cercana para poder curar, consolar, dar luz; nunca para colaborar con su silencio a que el mal se propague.
Dice Benedicto XVI: “La Iglesia no tiene consistencia por sí misma; está llamada a ser signo e instrumento de Cristo, en pura docilidad a su autoridad y en total servicio a su mandato. El único Cristo funda la única Iglesia, Él es la roca sobre la que se cimienta nuestra fe”. Lo que pedimos a la Iglesia es que nos muestre el rostro de Cristo, que nos recuerde sus enseñanzas, que nos lleve a Él. Aunque sea signo de contradicción.
Lamentablemente se encuentra sola en muchas cosas: sola en la defensa de la vida, en proclamar la dignidad de toda persona humana, rica o pobre, sana o enferma, joven o vieja, buena o mala; siempre con el hombre, defendiéndolo del propio hombre. Sola en el cuidado de la familia y del amor: cree en el amor y se sabe familia. Sola en dignificar la sexualidad, que no es un juego que esclaviza, que no es un negocio, que no tiene sentido sin el amor. Sola defendiendo la libertad: de conciencia, de educación, de culto. Sola cuidando de los pobres, inmigrantes, drogadictos… Sola para defender la verdad y la justicia.
Acabo de leer el libroAl cruzar el puente. Testimonios de una iglesia abierta a todos, de José Manuel Horcajo. Libro que recomiendo ardientemente. En él afirma el autor que agradece “que Dios me haya aumentado la paciencia, porque para servir a los demás hace falta una buena dosis de paciencia. Uno que te cuenta una cosa diez veces, otro al que debes explicarle un procedimiento en seis ocasiones. Una que se enfada y se va, pero vuelve. Otro que discute y monta un pollo, pero luego regresa, aunque sea sin pedir perdón”.