Hay una falta grotesca de realidad, de madurez y sensatez, de sentido común y sobrenatural
Me ha llamado la atención que, en plena crisis energética, algunas ciudades compiten por ser las primeras en encender el alumbrado navideño. También noto que hay conciencia de ahorrar gasto energético con las luces led y limitando las horas de encendido; tampoco faltarán los consabidos detractores de la Navidad diciendo que es un despilfarro y seguramente los fans de Greta Thunberg pondrán el grito en el cielo.
Lamentablemente, no todo lo que reluce es oro y el derroche lumínico es más un reclamo comercial que religioso. No soy partidario de la locura consumista que nos rodea; me gustaría una sociedad más centrada en valorar a la persona en su dignidad originaria, en cuidar la vida y la familia, en el compartir solidario y sin ninguna discriminación. Pero del enemigo el consejo, así que vamos a ponernos “el traje de luces”, pero por dentro, este nos hace verdaderamente luminosos.
Hay ojos, miradas, que parecen focos láser. Tienen tanta luz, tanta claridad, que casi hipnotizan. Son de personas que resplandecen. Tienen una hermosura natural que atrae, que invita a estar con ellas; te llevan, casi sin darte cuenta, al locus amoenus, te hacen sentirte en las puertas del Edén. Lo curioso es que esa luz envidiable no proviene de las grandes bellezas, no se encuentra en las pasarelas de la moda; tampoco se encuentra entre los triunfadores, es reflejo de una belleza interior, algo que viene de otro mundo: de la gracia, del amor, de la vida interior.
Hoy comienza el Adviento, tiempo de preparación para el nacimiento del Salvador; es el tiempo para disponer una morada espiritual donde acogerlo y llenarnos de sus dones. Tiempo para alumbrar nuestro corazón, para proporcionarle al Niño Dios una digna morada en nuestro hogar. La liturgia de hoy nos recuerda las palabras de san Pablo: “La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz”.
¿Dónde encontrar estas armas? Dice Isaías: “Si eliminas de ti todos los yugos, el gesto amenazador y la palabra maligna; si ofreces tu pan al hambriento y sacias al que vive en la penuria, tu luz se alzará en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía”. La luminosidad es un don y una conquista, no es un mero empeño humano, un logro personal. Hay un manantial al que acudimos a embebernos: primero hay que encontrar la fuente y luego saciarse de ella, en esto consiste nuestro esfuerzo, en buscar y beber. Se trata de conocer el don de Dios y tomar de él.
Uno no luce con luz propia, más bien con la de Dios, que nos alumbra y nos vuelve luminosos. Sucede algo parecido a la Luna que, careciendo de fulgor propio, refleja el del Sol. Benedicto XVI concluía así su primera encíclica: “¿Qué luz?: El amor es una luz −en el fondo la única− que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios. Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo”. El combustible que nos hace resplandecer es el amor, sin él hay oscuridad y frío, como sucede en la parte oculta de nuestro satélite.
Desde la experiencia de ser queridos de un modo incondicional, desde ese gran amor que llena todo nuestro ser, estamos en condiciones de romper todos los yugos, comenzando por los que nos atan a nosotros; una vez libres, desaparecen el gesto amenazador, las malas palabras y malos modos. Esta paz interior, ese sentirnos llenos, nos lleva, sin darnos cuenta, a saciar el hambre de los demás; a romper sus ataduras, a iluminar sus vidas.
Todo esto sin olvidar que no somos la luz: experimentamos miserias y sufrimos las de los demás. La felicidad no es ausencia de dolor, de incomprensión, de pobreza personal. Los que, para sentirse bien, necesitan el cielo en la tierra exigen la perfección, el total bienestar, ser amados en plenitud, son unos ilusos. Lamentablemente nos han educado en un engaño permanente, en pensar que lo merecemos todo, que todos nuestros antojos tienen que ser satisfechos.
Hay una falta grotesca de realidad, de madurez y sensatez, de sentido común y sobrenatural. A toda esta confusión se añade, en no pocos, la pérdida de la identidad personal, que lleva a la tremenda confusión de no sentirse a gusto con el propio cuerpo y, sin darse cuenta, destilan insatisfacción, malestar, con todo el mundo.
Se puede ser luz a pesar de nuestras oscuridades, basta con exponer esas sombras al sol del amor. Mi lado oscuro se alimenta de malos pensamientos, pesimismos, desilusiones, desengaños, desesperanza, miedos. Encendamos la luz, salgamos de nosotros; basta con abrir la ventana para que el sol del amor nos encienda. Pero hay que ser humildes como la luna, esta sabe que su luz es prestada.