Cuando el sueño se convierte en pesadilla.
Grupos de niños armados causaron terror en las calles de Monrovia en los 90 y los 2000. Las imágenes de menores —desnudos, disfrazados, colocados— cometiendo atrocidades dieron la vuelta al mundo. Diecinueve años después de establecer una débil democracia, algunos siguen vagando por el corazón de la capital de Liberia, alrededor de un decrépito fumadero llamado Little Monrovia, acompañados por una nueva generación de toxicómanos que no vivieron la guerra, pero padecen sus consecuencias en uno de los países más pobres del planeta.
Biografías ocultas a la luz de las velas
Niños soldado que combatieron para diferentes grupos étnicos, un guardaespaldas del señor de la guerra y ex-presidente liberiano (1997-2003) Charles Taylor, mujeres cuya infancia terminó atravesada de sexo con soldados que no trajeron paz. Lavacoches, fruteros, prostitutas y pescadores. Dos libaneses y un estadounidense, vehículos con los cristales tintados que tan solo permiten entrever un brazo… Esta amalgama de personajes de la calle de Monrovia acude a un ruinoso edificio de tres plantas en Center Street, propiedad —según cuentan— de la familia Pennue. La gran afluencia ha formando un mercado informal alrededor con puestos de comida y bebida, papel de aluminio, cigarrillos y cerillas. Por diez dólares liberianos (cinco céntimos de euro) las pipas para fumar crack también se alquilan. Hasta un pastor protestante se acerca los domingos y predica. La vivienda abandonada es Little Monrovia: el reflejo de una ciudad que se consideró la capital más pobre del mundo.
Enterrados en vida
El inmueble, quemado y medio derruido, aguanta en pie junto al cementerio de Palm Grove, que aparece en la imagen. El camposanto nacional lleva décadas enterrando las heridas y traumas de los vivos en pleno centro de la ciudad. Allí habitan grupos de zogos, un término que engloba a criminales, toxicómanos y jóvenes con escasos recursos. Al terminar la guerra, abrieron las sepulturas y robaron. Después se refugiaron del clima tropical en su interior.
En la actualidad, apenas un puñado de mujeres y hombres duermen bajo tierra. La maleza oculta a los camellos durante las redadas de la Agencia Antidrogas y sirve de letrina a los habituales del fumadero, convertido en epicentro del trapicheo en la capital. La leyenda urbana dice que ciertos drogodependientes inhalan el hueso raspado de los cadáveres del cementerio por las sustancias químicas utilizadas para embalsamar los cuerpos, pero ellos lo niegan antes de ser preguntados.
Una ventana al exterior
Ganji lee en voz alta los titulares y susurra con esfuerzo el primer párrafo de cada noticia. La tasa de alfabetización entre los mayores de quince años no alcanza el 49 por ciento en Liberia. Con un contacto limitado con el exterior y sin Smartphone, los periódicos en papel y la radio son la principal ventana de acceso a la actualidad del país. «Joder, tío, lo que hubiéramos podido hacer con esto en la guerra», exclama Sicky, su amigo, al descubrir Google Maps.
La falta de agua y corriente eléctrica les lleva a utilizar velas, linternas y móviles obsoletos para iluminar las habitaciones. Cuando fuman, se sujetan las fuentes de luz en la cabeza con gomas.
Redadas en el corazón de la capital
El violento pasado de los veteranos y los frecuentes robos en los que se ven envueltos provocan que los monrovianos eviten pisar Center Street. Los pocos coches que atraviesan esta calle lo hacen a toda velocidad, acelerando aún más a la altura del fumadero.
«Nos miran mal, pero muchos otros roban. La Policía, ministros, vendedores ambulantes o conductores de keh-keh (moto-taxis)… Todos pillan al mes más de lo que ganan. ¡Esto es Liberia!», ríe Wesseh, cabecilla del edificio. Es cierto que la corrupción generalizada y los bajos salarios —menos de cien dólares mensuales— convierten la mayor parte de redadas en captaciones ilegales de droga y objetos con las que los agentes obtienen un suculento sobresueldo.
Una jerarquía instaurada en la guerra
El cártel nigeriano distribuye las sustancias estupefacientes, procedentes de Latinoamérica y el sudeste asiático, en las calles de Monrovia, según explican fuentes policiales. Sin embargo, debido a las tradiciones liberianas y los catorce años de conflicto, los guetos los gobiernan líderes locales. Al que le retiran las pieles muertas del pie en la fotografía es Wesseh, el five star del edificio. Le llaman así en referencia al máximo rango militar estadounidense y es el jefe de la comunidad.
Pintor profesional, combatió desde los doce años en la primera guerra civil. No consume drogas duras ni trafica. Se encarga de solventar disputas, organizar la limpieza o financiar los viajes al hospital cuando la salud de alguno de los toxicómanos languidece. A cambio, obtiene un porcentaje de los negocios nacidos alrededor del edificio. «Lo hago por mi hija», asegura. Su mujer espera ahora un segundo bebé.
El estómago casi siempre puede esperar
El hambre aprieta, aunque la adicción reduce al máximo el número de comidas. Por eso, en los principales días festivos, como el 26 de julio, conmemoración de la independencia, o en Navidad, el líder financia la compra de setenta y cinco kilos de arroz y contrata a una cocinera para alimentar a su gente. La última planta del fumadero, utilizada habitualmente para ducharse con cubos de agua, se transforma en comedor.
Con las mismas manos con las que trabajan la basura y pican la cocaína, se llevan la comida a la boca. Un plato que para algunos supone el primer bocado desde hace días y a otros les ahorra un dólar con el que comprar media dosis extra. Asentada como una de las principales rutas de la cocaína, África Occidental también es la región con mayor número de consumidores de estupefacientes del continente.
Lo más alto, lo más bajo
Heroína y cocaína —comúnmente llamadas tah y cocó en Monrovia— son las drogas más consumidas. La primera se inhala con un tubo después de quemarse sobre un papel de plata y produce un efecto sedante. La segunda se fuma con pipa y genera euforia. La compra habitual son dos pequeñas bolsitas de ambas drogas por un total de setecientos dólares liberianos (cuatro euros, aproximadamente). La mayoría comparte en pareja y fuma ambas sustancias sucesivamente para equilibrar los distintos impactos psicotrópicos.
«El cocó me ayuda a funcionar durante el día, pero sin tah tengo escalofríos al despertar y no puedo moverme de la cama», explica Princess, adicta desde hace más de diez años.
Cuando el sueño se convierte en pesadilla
Aisha tenía dieciséis años cuando cruzó la frontera de Sierra Leona de la mano de su prima Marieh. La importante presencia de tropas y comitivas internacionales les hizo pensar que dos cuerpos jóvenes podrían hacer más dinero en las avenidas de Monrovia que en su país natal. Y hubo un tiempo en el que lo lograron. «Dormía en hoteles con servicio y lavadora», recuerda, pero el ébola terminó con el «sueño liberiano».
Marieh, aquejada de una enfermedad que consideran magia negra, dejó la prostitución hace seis años y pide limosna en supermercados de un barrio rico de la capital. De vez en cuando, sube al segundo piso con su hijo Miracle, de tan solo un año, que gatea y chupa objetos del suelo.
En la salud y en la enfermedad
Aunque caciques y camellos se mueven en el segundo piso, muchos otros prefieren consumir y descansar en el sótano del bloque. Abajo no hay goteras y el ambiente cargado ayuda a colocarse con dosis menores. Al fondo destacan los compartimentos separados por telas, en los que grupos de amigos y parejas comparten colchón. Las ratas campan a sus anchas.
En la imagen, un matrimonio consume heroína antes de acostarse. Se conocieron seis años atrás compartiendo un tiro. Él, que prefiere no revelar su nombre, es conocido por pedir dinero sentado en su vieja silla de ruedas por las calles de Sinkor, una zona llena de hoteles, embajadas y ONG.
Grises y brechas del ser humano
Nadie protegió a los más veteranos cuando, siendo unos niños, asaltaron sus casas y los raptaron para convertirlos en soldados. La droga se utilizó para eliminarles de la cabeza el miedo. Nadie los protege ahora, encadenados a una adicción que les empuja a cometer los delitos por los que les teme toda Monrovia. Sin embargo, la camaradería, la ropa de abrigo compartida o la empatía ante estados cercanos a la sobredosis revelan un instinto protector, como el que afloró aquella noche que suplicaban a una madre que saliera del fumadero para que su bebé, de apenas tres días, pudiera respirar. O las innumerables madrugadas que escoltaron al autor de este artículo hasta el mototaxi por «los peligros de la capital». Puede ser solo un mundo con códigos propios o tal vez un resquicio de esperanza. Sus vecinos, en cualquier caso, desconfían de los que dicen que han cambiado. Quizá no les falte razón. Esto es Liberia y ellos son los hijos bastardos de la paz.
Fermín Torrano, nuestrotiempo.unav.edu/es
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