Conforme pasan los años voy persuadiéndome cada vez más de la enorme importancia que la amabilidad tiene en nuestra vida
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Ser amables y ser razonables son las dos caras de una misma moneda: no pueden ir separadas, sino que han de crecer armónicamente
Conforme pasan los años voy persuadiéndome cada vez más de la enorme importancia que la amabilidad tiene en nuestra vida. No me refiero sólo a los buenos modales, a lo que antes se llamaba la buena educación, sino a algo mucho más radical: a esa disposición permanente del corazón que lleva a pensar primero y ante todo en los demás y no egoístamente en la propia satisfacción o comodidad.
Cuando era joven pensaba que la amabilidad —de los demás o mía— podía resultar agradable, pero que, a fin de cuentas, era prescindible; pensaba incluso que a veces sería mejor eliminarla del todo porque me parecía algo artificial. Hoy en día pienso que la amabilidad con los demás es del todo esencial para la convivencia, tan natural que es lo que nos hace realmente humanos. Basta ver a una madre con su hijo pequeño en brazos para advertir que el cariño y la ternura son la verdadera escuela de humanización. La madre es amable con su hijo porque sólo tiene ojos para él, despreocupándose de ella misma: ser amable es poner a los demás en el foco de nuestra atención en lugar de atender al yo y a lo mío, en lugar de pensar cada uno en sí mismo.
Por eso, no me sorprendió encontrar la afirmación del Dalái Lama de que su religión es la amabilidad. «En mi propia y limitada experiencia —añadía— he descubierto que cuanto más nos preocupamos por la felicidad de los demás, mayor es nuestro propio sentido de bienestar. Cultivar un sentimiento de proximidad afectuosa con los demás pone automáticamente la mente en orden. Ayuda a eliminar los miedos o inseguridades que podamos tener y nos da la fuerza para hacer frente a los obstáculos que encontremos. Es la principal fuente de éxito en la vida. Puesto que no somos sólo criaturas materiales, es un error poner todas nuestras esperanzas de felicidad sólo en el desarrollo externo. La clave es desarrollar la paz interior». La tradición budista es en esto del todo conforme con la gran tradición cristiana y con la experiencia universal de tantos seres humanos.
Ser amable consiste, en este sentido, en anteponer el bienestar de los demás al beneficio propio. Frente al egoísmo innato del niño pequeño, su socialización familiar y escolar va encaminada a que haga suyo ese gran descubrimiento: su felicidad está en función de su atención a las demás personas que le rodean, de su capacidad de quererles, ayudarles, comprenderles y apoyarles. Viene ahora a mi memoria aquella regla pedagógica de mi infancia que nos llevaba a decir “¡el burro delante para que no se espante!” cuando en nuestras conversaciones de críos alguno hacía una enumeración de personas poniéndose a sí mismo en primer lugar. Lo que parecía inicialmente una mera regla de cortesía se descubre con el tiempo como una auténtica lección de humanidad.
Vivimos en una sociedad que parece gozar a veces con el conflicto y la crispación. Al menos es la que nos presentan los medios de comunicación que se nutren tan a menudo de agresiones violentas, insultos soeces y crueles delitos. El que seamos amables unos con otros −dicen quizá− “no es noticia”, pero es lo que realmente más anhelamos quienes vivimos en sociedad. San Juan de la Cruz, hace mucho tiempo, enseñó aquello de «donde no hay amor, ponga amor, y sacará amor»[1]: esa es en síntesis la amabilidad cordial que nos hace humanos.
Defender la amabilidad no significa renunciar a la razonabilidad. Ser amables y ser razonables son las dos caras de una misma moneda: no pueden ir separadas, sino que han de crecer armónicamente. Ni la verdad está reñida con la amabilidad, ni el amor con la razonabilidad. La verdad tiene siempre buenos modales y el amor sabe encontrar a su vez las mejores razones, las más persuasivas, las más respetuosas con la razón de los demás y, por tanto, de ordinario también las más amables y eficaces.
Jaime Nubiola
[1] Carta a la M. María de la Encarnación en Segovia, Madrid, 6 de julio de 1591, Obras de San Juan de la Cruz, Burgos, 1931, IV, p. 287.