Valentía para mirar de frente a la verdad, purificándola de adherencias contaminantes que nublan la razón, como las ideologías contrarias a la dignidad de la persona
No es un título sensiblero ni retórico pretendiendo llamar la atención; hablo de lágrimas que he visto en el rostro de una mujer, hace muy pocos días, motivadas por el arrepentimiento de un aborto, ocurrido tiempo atrás. Las he visto, justamente, la víspera de conocerse la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, revocando el fallo de esa misma Corte por el que, en 1973, se abrieron las puertas al aborto legal. Fue el caso Roe vs. Wade; en síntesis, ocurrió esto:
Norma McCorvey -conocida en el caso, como Jane Roe – solicitaba el derecho a abortar porque decía haber sido violada. Demandó a Henry Wade, abogado del distrito de Texas para evitar que aplicase una ley que allí prohibía el aborto. Contemporáneamente surgió un caso similar de otra mujer -Sandra Cano- en el estado de Georgia. En enero de 1973, la Corte resolvió los dos casos a favor de las demandantes; anuló esas leyes en los dos distritos, y se produjo el efecto dominó: se revocaron leyes similares en el entero país. Sonó el pistoletazo de salida para, en virtud de un falso derecho, poder suprimir la vida naciente en el seno materno. Ahora, queda revocado con la nueva sentencia del pasado 24 de junio.
Al día siguiente, la Conferencia Episcopal del país emitió una “Declaración” que, entre otras cosas, dice: “Durante casi cincuenta años, Estados Unidos ha impuesto una ley injusta permitiendo que algunos decidan si otros pueden vivir o morir; esta política ha tenido como consecuencia la muerte de decenas de millones de niños no nacidos, generaciones a las que se les negó el derecho incluso a nacer.”
Las referencias a este hecho incendian en estos días las redes sociales En mi caso, solo me impulsa a escribir dar testimonio del dolor y las lágrimas que he visto, como decía al principio, y hacer algunas reflexiones al respecto. Para empezar, el testimonio impactante de una sola mujer me ha llevado a pensar en los millones que habrán sufrido idéntica desgarradora tragedia. Pero no escribo solo, ni principalmente, desde el sentimiento, “desde el corazón” como quien dice; sino que lo haré desde el vínculo cabeza y corazón estrechamente unidos, y más aún si lo que está en juego es la verdad y dignidad de la persona, como en el caso del ”problema aborto”, porque toca lo más esencial y originario de la existencia humana: la propia vida singular.
Muchos aspectos confluyen en esta penosa realidad, imposibles de abordarlos aquí; pero es evidente que el punto de partida y lo crucial para una decisión justa, gira en torno a la valoración que hagamos de la nueva vida originada en el seno materno. Una valoración verdadera debe contar con el aporte científico de la medicina y biología por un lado, y con la luz de nuestra inteligencia aplicada al hecho concreto, por otro. A estas alturas de la ciencia, no hay argumentos para negar que es una nueva vida la que aparece en el momento en que los gametos masculino y femenino se fusionan. Y toda mediana inteligencia comprenderá que aquella nueva realidad biológica del cigoto, desarrollándose, es la misma que, como persona, verá la luz de este mundo si no se le arrebata su vida. Esta verdad unida al principio ético de que toda vida humana es sagrada y no hay razones válidas para que nadie se arrogue el derecho de suprimirla, hace que el aborto se presente como lo que realmente es: eliminar la vida de un ser personal.
No hace falta ser creyente para aceptar esas verdades que aporta el sentido común y están en los fundamentos de todo comportamiento ético. Pero si recurrimos a instancias más elevadas, no harán sino fortalecer desde una perspectiva superior lo que nuestra razón ya ha alcanzado con sus propias luces. Y diremos que nuestra vida es un don de Dios ofrecido a través de nuestros padres.
Con todo, la gravedad moral del aborto se oscureció tanto que Juan Pablo II lo denunció en su Encíclica El Evangelio de la vida, de 1995: “Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere más que nunca el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación de autoengaño” (J. Pablo II, Enc. El Evangelio de la vida, n. 58).
Valentía para mirar de frente a la verdad, purificándola de adherencias contaminantes que nublan la razón, como las ideologías contrarias a la dignidad de la persona. Entonces, sin esos velos, la inteligencia, el lenguaje de la cabeza nos dice que quitar la vida a un ser humano inocente no puede reconocerse como un derecho. Es lo que han hecho ahora los magistrados de la Corte Suprema al revocar un derecho que no era tal. Han sido valientes en la autocrítica a su institución, y ¡ojalá les sigan muchos otros valientes en este lado del Atlántico!
Y con el lenguaje de la cabeza, el del corazón, igualmente purificado, en este caso, de presiones de parte y de posibles consejos engañosos. Entonces, el corazón habla con lágrimas de arrepentimiento, prueba inequívoca de reconocer que la verdad estaba y estará siempre de parte de la vida. Dos lenguajes con una sola voz.
Se ha dicho que en toda guerra la primera víctima es la verdad. En esta guerra desatada contra la vida naciente, Roe, es decir Norma McCorvey, la demandante del derecho al aborto, lo pedía -según señalé- alegando una violación como causa de su embarazo. Años más tarde admitió haber mentido y pidió a la Corte Suprema que anulara aquel fallo. Sandra, la demandante en el estado de Georgia, pidió igualmente la revocación del fallo. No fueron escuchadas, pero sus corazones hablaron al fin con el lenguaje de la verdad; ignoro si lo harían también con el de las lágrimas.
Me siento movido a rezar por ellas y concluir haciendo mías estas palabras de la Declaración de los Obispos americanos: “Nuestros primeros pensamientos están con los niños cuyas vidas han sido arrebatadas desde 1973. Lamentamos su pérdida y encomendamos sus almas a Dios, que los amó desde antes de todas las edades y los amará por toda la eternidad. Nuestros corazones también están con cada mujer y hombre que ha sufrido gravemente por el aborto; rezamos por su curación y prometemos nuestra compasión y apoyo continuos. Como Iglesia, debemos servir a quienes enfrentan embarazos difíciles y rodearlos de amor”.