A muchos sorprende la afirmación del Credo que dice que la Iglesia es santa, cuando los defectos y pecados de sus miembros, incluidos los de sus dirigentes, son bien visibles. Para entender bien el alcance de esta expresión es útil acudir a la historia, desde sus orígenes patrísticos hasta los documentos del último Concilio
Philip Goyret, omnesmag.com
Al menos desde el tercer siglo de la era cristiana —hacia esa época se remontan las primeras versiones completas de los símbolos de la fe— los bautizados confesamos nuestra fe en la Iglesia, cuando decimos: “Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica…” (Credo apostólico), o “Creo en la Iglesia, que es una santa, católica y apostólica” (Credo niceno-constantinopolitano). Efectivamente, aunque no sea Dios (pues es una realidad creada), ella es su instrumento, un instrumento sobrenatural, y en ese sentido es objeto de nuestra fe. De esto daban cuenta debida los Padres de la Iglesia, cuando hablaban de ella como el mysterium lunae, que solamente refleja, sin producirla, la única luz, la que viene de Cristo, el “sol de soles”.
La realidad del pecado
Particularmente nos interesa ahora la afirmación sobre la santidad de la Iglesia, en cuanto que, para muchos, ella pareciera contrastar con una realidad manchada por pecados abominables como los abusos sexuales de menores, o los de conciencia, o los de autoridad, o por severas disfunciones financieras que afectan incluso los niveles más altos del gobierno eclesiástico. Podríamos añadir a esto una larga cola de “pecados históricos”, como la convivencia con la esclavitud, el consenso respecto a las guerras de religión, las condenas injustas obradas por la Inquisición, el anti-judaísmo (no identificable con el antisemitismo), etc. ¿Podemos verdaderamente hablar de la “Iglesia santa” en modo coherente? ¿O estamos simplemente arrastrando por inercia una fórmula heredada de la historia?
Una posición, asumida desde los años 60 del siglo pasado entre diversos teólogos, tiende a tomar distancia de la “Iglesia santa”, usando el adjetivo “pecadora” aplicado a la Iglesia. De esta manera, la Iglesia sería llamada según le corresponde teniendo en cuenta la responsabilidad de sus culpas. Se ha intentado hacer remontar la expresión “Iglesia pecadora” a la patrística, más concretamente a través de la fórmula casta meretrix, aunque se trate en realidad de un solo Padre de la Iglesia, san Ambrosio de Milán (In Lc III, 23), cuando habla sobre Rahab, la meretriz de Jericó, usándola como figura de la Iglesia (como también lo hicieron otros escritores eclesiásticos): pero el santo obispo de Milán lo hace en sentido positivo, diciendo que la fe castamente conservada (no corrompida) es difundida entre todas las gentes (simbolizadas por todos los que gozan de los favores de la meretriz, usando el lenguaje cruento de esa época).
Sin entrar ahora en esta debatida cuestión patrística, cabe en cambio preguntarnos si la posición apenas expuesta es legítima. Tengamos en cuenta que los juicios temerarios están severamente condenados en la Biblia, ya desde el Antiguo Testamento, y Yahvé exhorta a no juzgar por las apariencias. Cuando el profeta Samuel intenta individuar a quien deberá ungir como el futuro rey David, el Señor le advierte: “No te fijes en su aspecto ni en lo elevado de su estatura, porque yo lo he descartado. Dios no mira como mira el hombre; porque el hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón” (1Sa 16, 7).
La gran pregunta, en definitiva, sería: vistas las faltas de santidad en la Iglesia, ¿debo descartar la santidad de la Iglesia? La clave de la respuesta, siguiendo la lógica del texto bíblico citado, está en la palabra “vistas”. Si juzgamos por lo que vemos, la respuesta apunta hacia la negación. Pero eso comporta proceder según “las apariencias”, mientras que lo correcto es mirar “el corazón”. ¿Y cuál es el corazón de la Iglesia? ¿Cuál es la Iglesia que se encuentra detrás de las apariencias?
¿Qué es la Iglesia?
Aquí es donde las aguas se dividen. Mirada con ojos mundanos, la Iglesia es una organización religiosa, es la curia vaticana, es una estructura de poder, o incluso, más benignamente, es una iniciativa humanitaria a favor de la educación, de la sanidad, de la paz, de ayuda a los pobres, etc.
Mirada con los ojos de la fe, en la Iglesia no se excluyen estas actividades ni esas formas de existencia, pero no se conciben como lo fundamental, no se identifica lo eclesiástico con lo eclesial. La Iglesia ya era Iglesia en Pentecostés, cuando esas formas y actividades aun no existían. Ella “no existe principalmente donde está organizada, donde se reforma o se gobierna, sino en los que creen sencillamente y reciben en ella el don de la fe que para ellos es vida”, como afirma Ratzinger en su Introducción al cristianismo. Concretamente sobre la santidad de la Iglesia, ese mismo texto nos recuerda que ella “consiste en el poder por el que Dios obra la santidad en ella, dentro de la pecaminosidad humana”. Más aún: ella “es expresión del amor de Dios que no se deja vencer por la incapacidad del hombre, sino que siempre es bueno con él, lo asume continuamente como pecador, lo transforma, lo santifica y lo ama”.
En un sentido muy profundo, podemos (y debemos) decir, en definitiva, que la santidad de la Iglesia no es la de los hombres, sino la de Dios. En esta dirección, decimos que ella es santa porque santifica siempre, también a través de ministros indignos, por el evangelio y los sacramentos. Como dice Henri de Lubac en una de sus mejores obras, Meditación sobre la Iglesia, “su doctrina es siempre pura, y la fuente de sus sacramentos está siempre viva”.
La Iglesia es santa porque no es otra cosa que Dios mismo santificando a los hombres en Cristo y por su Espíritu. Ella brilla sin mancha alguna en sus sacramentos, con los que alimenta a sus fieles; en la fe, que conserva siempre incontaminada; en los consejos evangélicos que propone, y en los dones y carismas, con los que promueve multitudes de mártires, vírgenes y confesores (Pío XII, Mystici Corporis). Es la santidad de la Iglesia que podemos llamar “objetiva”: aquella que la caracteriza como “cuerpo”, no como simple yuxtaposición de fieles (Congar, Santa Iglesia). Añadamos que la Iglesia es santa también porque exhorta continuamente a alcanzar la santidad.
La Iglesia de los puros
Pero concurre sobre esta cuestión otra problemática, indicada casi irónicamente en Introducción al cristianismo: la del “sueño humano de un mundo sanado e incontaminado por el mal, (que) presenta la Iglesia como algo que no se mezcla con el pecado”. Este “sueño”, el de la “Iglesia de los puros”, nace y renace continuamente a lo largo de la historia bajo diversas formas: montanistas, novacianos, donatistas (primer milenio), cátaros, albigenses, husitas, jansenistas (segundo milenio) y otros más aun, tienen en común concebir a la Iglesia como una institución formada exclusivamente por “cristianos incontaminados”, “escogidos y puros”, los “perfectos” que nunca caen, los “predestinados”. De modo que cuando de hecho se percibe en la Iglesia la existencia del pecado, se concluye que esa no es la Iglesia verdadera, la “santa Iglesia” del Símbolo de la fe.
Subyace aquí el equívoco de pensar en la Iglesia de hoy aplicando las categorías del mañana, de la Iglesia escatológica, identificando en el hoy de la historia la Iglesia santa con la Iglesia de los santos. Se olvida que, mientras aun peregrinamos, el trigo crece mezclado con la cizaña, y fue Jesús mismo quien, en la conocida parábola, explicó cómo la cizaña deberá ser eliminada solo al final de los tiempos. Por eso san Ambrosio hablaba de la Iglesia usando también, y prevalentemente (incluso en la misma obra ya citada), la expresión immaculata ex maculatis, literalmente “la sin mancha, formada por manchados”. ¡Solo después, en el más allá, ella será immaculata ex immaculatis!
El magisterio contemporáneo ha vuelto a reafirmar esta idea en el Vaticano II, diciendo que “la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores”. Estos pertenecen a la Iglesia y es justamente gracias a esa pertenencia que pueden purificarse de sus pecados. De Lubac, siempre en la misma obra, dice con gracia que “la Iglesia es aquí abajo y seguirá siendo hasta el final una comunidad revuelta: trigo todavía entre la paja, arca que contiene animales puros e impuros, nave llena de malos pasajeros, que parecen estar siempre a punto de llevarla al naufragio”.
Al mismo tiempo, es importante percibir que el pecador no pertenece a la Iglesia en razón de su pecado, sino a causa de las realidades santas que aún conserva en su alma, principalmente el carácter sacramental del bautismo. Este es el sentido de la expresión “comunión de los santos”, que el Símbolo de los Apóstoles aplica a la Iglesia: no porque sea compuesta solo por santos, sino porque es la realidad de santidad, ontológica o moral, lo que la conforma como tal. Es comunión entre la santidad de las personas y en las cosas santas.
Aclarados estos puntos esenciales, conviene ahora añadir una importante precisión. Dijimos, y lo confirmamos, que la Iglesia es santa independientemente de la santidad de sus miembros. Pero eso no impide afirmar la existencia de un vínculo entre santidad y difusión de la santidad, tanto a nivel personal como institucional. Los medios de santificación de la Iglesia son en sí mismo infalibles, y hacen de ella una realidad santa, independientemente de la calidad moral de los instrumentos. Pero la recepción subjetiva de la gracia en las almas de quienes son objeto de la misión de la Iglesia depende también de la santidad de los ministros, ordenados y no ordenados, como también del good standing del aspecto institucional de la Iglesia.
Ministros dignos
Un ejemplo nos puede ayudar a entender esto. La Eucaristía es siempre presencia sacramental del misterio pascual y, como tal, posee una capacidad inagotable de fuerza redentora. Aun así, una celebración eucarística presidida por un sacerdote públicamente indigno producirá frutos de santidad solo en aquellos fieles que, formados profundamente en su fe, saben que los efectos de la comunión son independientes de la situación moral del ministro celebrante. Pero para muchos otros, esa celebración no los acercará a Dios, porque no ven coherencia entre la vida del celebrante y el misterio celebrado. Habrá otros quienes incluso huirán espantados. Como dice el Decreto Presbyterorum ordinis del Concilio Vaticano II (n. 12), “aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación, también por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere, por ley ordinaria, manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, pueden decir con el apóstol: ‘Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí’ (Gal. 2, 20)”.
En esta óptica cobran un ardor especial las palabras dirigidas en octubre de 1985 por san Juan Pablo II a los obispos europeos, en vista de la nueva evangelización de Europa: “Se necesitan heraldos del Evangelio que sean expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, que participen de las alegrías y esperanzas, de las angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean contemplativos enamorados de Dios. Para esto necesitamos nuevos santos. Los grandes evangelizadores de Europa fueron los santos. Debemos rogar al Señor que aumente el espíritu de santidad de la Iglesia y nos envíe nuevos santos para evangelizar el mundo de hoy”.
Lo que sucede en el caso individual apenas reseñado sucede también respecto a la Iglesia como institución. Si se predica la honestidad, y luego se descubre que en una diócesis hay malversación de fondos, esa predicación, aunque esté sólidamente fundamentada en el Evangelio, surtirá poco efecto. Muchos que la escuchan dirán “aplícate a ti mismo esa enseñanza, antes de predicarla a nosotros”. Y esto puede pasar también cuando esa “malversación de fondos” haya tenido lugar sin mala intención, por simple ignorancia o ingenuidad.
El Concilio Vaticano II
En el contexto de esta problemática destaca mejor el texto completo del pasaje del Concilio Vaticano II, ya citado: “La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y siempre necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación” (Lumen Gentium 8). Podemos añadir otras palabras del mismo Concilio, dirigidas no solo a la Iglesia Católica, que dicen: “Todos, finalmente, examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo con relación a la Iglesia y, como es debido, emprenden animosos la obra de renovación y de reforma” (Unitatis Redintegratio 4). Esto nos permite contemplar el cuadro en todas sus dimensiones: purificación, reforma, renovación: conceptos que, en sentido estricto, no son sinónimos.
En efecto, la “purificación” suele referirse más directamente a las personas individuales. Los pecadores siguen perteneciendo a la Iglesia (si están bautizados), pero deben ser purificados. La “reforma” tiene un aspecto más marcadamente institucional; además, no se trata de una mejoría cualquiera, sino de “retomar la forma original” y, a partir de ahí, relanzarla hacia el futuro.
Téngase en cuenta que, aunque el aspecto visible “divinamente instituido” sea inmutable, el aspecto humano-institucional es mudable y perfectible. Hablamos así de un aspecto humano-institucional que, strada facendo, perdió su sentido evangélico original.
La situación moral de la Iglesia en el siglo XVI, y muy particularmente del episcopado, necesitaba reformarse, y fue esto lo que se implementó en el Concilio de Trento. Finalmente, la “renovación”, que no presupone de por sí una situación estructural moralmente negativa: simplemente se intenta aplicar un update para que la evangelización pueda incidir con eficacia sobre una sociedad que evoluciona constantemente. Basta comparar el actual Catecismo de la Iglesia Católica con un catecismo de inicios del siglo XX para darse cuenta de la importancia de la renovación. Puede pensarse en la última modificación del Libro VI del Código de Derecho Canónico como una sana renovación.
Una conversión continua
Dos últimos aspectos antes de cerrar estas reflexiones. El primero de los textos del Vaticano II apenas citados habla de una purificación que ha de realizarse “siempre” (no todas las traducciones castellanas respetan el original latino semper).
Algo similar podemos pensar respecto a la reforma y a la renovación, que deberían actualizarse sin dejar pasar lapsos desmesurados de tiempo. No se trata de estar siempre cambiando las cosas, pero sí de “limpiar” constantemente lo que se ve y lo que no se ve. Si el Concilio de Trento hubiese “limpiado” antes la Iglesia (quizá un siglo antes), probablemente nos hubiésemos ahorrado la “otra reforma”, la protestante, con todos los efectos negativos que comportaron las divisiones en la Iglesia.
Finalmente, conviene no perder de vista que purificación, reforma y renovación deben desarrollarse conjuntamente. Muchos no comprenden la importancia de esto último. Si se diseña una buena reforma o renovación (por ejemplo, la reciente de la curia romana; o antes, la reforma litúrgica), pero no hay purificación de las personas, los resultados serán insignificantes. No basta cambiar las estructuras: hay que convertir a las personas. Y esta “conversión de las personas” no se refiere exclusivamente a su situación moral-espiritual, sino también, aunque desde otra perspectiva, a su formación profesional, a su capacidad de relación, a las soft skills tan apreciadas hoy en el mundo de la empresa, etc.
Para algunos, la afirmación del Vaticano II (Lumen Gentium 39) sobre la Iglesia “indefectiblemente santa” (no puede dejar de ser santa) sería escandalosa, triunfalista y contradictoria. En realidad, ella sería eso y cosas mucho peores todavía, si fuese compuesta solo por hombres y por iniciativa de hombres. El texto sagrado nos dice, en cambio, que “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla. El la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” (Ef. 5, 25-27). Es santa porque Cristo la santificó, y aunque se levanten innumerables hombres desalmados para mancharla, no dejará nunca de ser santa. Volviendo a De Lubac, podemos decir con él: “Es una ilusión creer en una ‘Iglesia de santos’: existe únicamente una ‘Iglesia santa’”. Pero justamente porque es santa, la Iglesia necesita de santos para cumplir con su misión.
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