Con quien habla desde su propio nicho, aunque esté lejano, te une la fe común en que la verdad existe y merece sostenerse. Ese es el puente verdadero: el que se puede cruzar. El diálogo es algo que surge, como su propio nombre indica, entre dos
Una paradoja tendría que hacer saltar las alarmas. Lo enconado del debate público (censuras, cancelaciones, improperios, boicots) en este tiempo de tolerancia unánime, de fortaleza del pensamiento débil y de reverencia al relativismo. ¿Cómo es posible?
Quizá porque la verdad, si la echas por la puerta, se cuela por la ventana; y un tanto soliviantada. No conozco a ningún cínico al que le haga gracia que le engañen; pero, si expulsamos a la verdad de cada cual, todos andamos con la mosca detrás de la oreja. No terminamos de saber si nuestro interlocutor está diciendo algo porque lo piensa o porque piensa que lo pensamos.
El relativismo, por su implosión, produce sordera. Si todas las opiniones valen lo mismo, ya me quedo yo con la mía, que vale tanto como la que más, y me pilla más cerca. Tras ese indiferentismo, momentáneamente pacífico, el segundo momento es peor. Acaba generando violencia; y eso explica la paradoja inicial. En la vida hacen falta cierta sistematización y algún acuerdo, pero, si las opiniones no se ordenan por un criterio de verdad o de belleza, termina imponiéndose la opinión más impositiva. Ya se imponga por el número, por el prestigio o por el relato. La censura, entonces, deviene esencial, para que no proliferen opiniones contrarias que socaven la unanimidad, que es el sueño del relativista.
Alguien tan poco sospechoso de dogmatismo ni conservador ni religioso como Ramón Andrés (Pamplona, 1950) lo advierte desde Caminos de intemperie, su último libro: «Las dictaduras del futuro consistirán en darnos la razón en todo. Viviremos atrapados, todavía más, en la convicción personal, en nuestra visión única, contentos en la jaula de la opinión propia. Antes de la llegada de este régimen, las democracias ya habrán supuesto un primer paso».
Contra esa dinámica, no hay mejor solución que la estática: una defensa clásica de las opiniones propias. O sea, una segunda paradoja. Para tender puentes, afianzarte en tu margen. Sin ahondar sus cimientos y sus zapatas en las opuestas orillas rocosas, el puente en el aire se hundirá con estrépito.
Con quien habla desde su propio nicho, aunque esté lejano, te une la fe común en que la verdad existe y merece sostenerse. Ese es el puente verdadero: el que se puede cruzar. Lo explica bien José María Torralba: para la verdad, mucho peor que el error es la indiferencia. Frente al bienintencionado poema de Antonio Machado: «¿Tu verdad? No. La verdad / y ven conmigo a buscarla./ La tuya, guárdatela», esta versión más realista: «¿Tu verdad? Sí. Y mi verdad…/ Que si se la busca en serio/ la de nadie está de más». Hay un subproducto o sobreproducto de esta actitud. El respeto al interlocutor. Las personas agradecen la honestidad del que piensa diferente y no les intenta escamotear su creencia. Siempre que no se crezca y se ponga a llevar la contraria por coquetería: la razón también se pierde cuando no se le da a quien la tiene.
La defensa del nicho particular tendrá un coste, sí, pero menor. No vayamos ahora a mentir, para adornarnos de mártires, tras tantos párrafos postulando la defensa de la verdad. Puede que pierdas una invitación a un foro o un premio institucional. Vale. También ganarás otras invitaciones y hasta quizá otros premios por eso mismo; y lo sabes.
Y sabes, sobre todo, que hay algo superior a los premios que no perderás: a ti mismo. Si alguien te exige que mientas o que calles, te está anulando. Por respeto a él —que lo hará sin plena conciencia—, no hay que permitírselo. Más tarde te agradecerá mucho que no le hayas dejado perpetrar ese involuntario abuso.
Te atenderán los que piensan como tú, incluyendo a los que no lo decían o incluso no lo sabían hasta oírte. E incluyendo todavía a más: a esos otros que, sin pensar como tú, exigen la verdad por delante y las cartas sobre la mesa. La tolerancia es una cosa muy seria que se construye entre todos y necesita la firmeza y la confianza de cada uno en lo suyo. El diálogo es algo que surge, como su propio nombre indica, entre dos. El legítimo pluralismo exige una lógica pluralidad.