Estas son palabras de un condenado a muerte que tuvo la suerte de una conversión profunda en la cárcel. Y lo que cuenta es su propia experiencia
“¡El orgullo! Hay que desconfiar de él como de la más espantosa de las calamidades. Aunque hayamos vencido a todos los vicios, permanece inalcanzable, infiltrándose en nuestros más nobles pensamientos. Es tenaz, sutil y envuelve nuestra alma como la campanilla se enreda en la planta. Crece en el odio, pero también acompaña a la búsqueda de la perfección. Mientras que los demás vicios, por virulentos que sean, permanecen bien definidos y es fácil atacarlos de frente, el orgullo se desliza y confunde nuestra alma hasta el punto de dejarla desconcertada. No creer más que en la propia miseria. Estas líneas pueden no estar bien escritas, pero son sinceras, y quizá ayuden a alguien. Pero ¿quién me asegura que no tienen a la soberbia como telón de fondo?” (p. 182).
No son estas palabras de un Padre de la Iglesia. Son de un condenado a muerte que tuvo la suerte de una conversión profunda en la cárcel. Y lo que cuenta es su propia experiencia. Si las leemos despacio nos damos cuenta de que el pecado capital de la soberbia es de los que más nos puede afectar a todos y de los que más pueden dañar a la familia. ¡Qué difícil es llegar a esa idea de fondo: no creer más que en la propia miseria! Lo más normal es que nos creamos algo y, por lo tanto, exigimos un trato adecuado.
A los 27 años, Jacques Fesch, condenado a muerte por asesinato, vivió una fulgurante conversión en la cárcel. Este libro es su Diario de prisión.
"Dentro de cinco horas veré a Jesús". Con estas palabras termina el diario de Jacques Fesch, condenado a muerte y guillotinado el 1 de octubre de 1957, a la edad de 27 años, por haber asesinado a un agente de la policía en la confusión consiguiente a un intento de atraco. Dos meses antes de la ejecución, inició en su celda la redacción de un diario espiritual destinado a su hija Veronique, que entonces tenía seis años. Ya sabe que lo han condenado a muerte. Este joven no creyente, de carácter indeciso, vivió en la cárcel una fulgurante y radical conversión a Jesucristo. Fesch nos describe en su "Diario espiritual" la vida de un hombre -su propia vida- que, día tras día, ve aproximarse el último amanecer pero que también, día tras día, se acerca cada vez más a Dios. La inminencia del final da a este testimonio un valor emocionante y un carácter estremecedor.
Jacques Fesch nació en 1930 en Saint-Germain-en-Laye, una ciudad cerca de París. Su vida fue la habitual de un joven despreocupado, sin valores y con padres ricos. Fue expulsado del colegio y su vida perdió el rumbo. Se casó y tuvo una hija, pero más tarde los abandonó. Proyectó con unos amigos un atraco para comprar un barco, y en el intento mató a un policía. Fue condenado a la pena de muerte. Murió guillotinado en 1957. Durante su estancia en la cárcel sufrió un proceso de conversión radical que le llevó a un profundo arrepentimiento y deseo de acercarse a Dios, hasta el punto de que, muchos años más tarde, el cardenal Jean-Marie Lustiger, arzobispo de París, llegó a abrir la información preliminar para el proceso de beatificación.
Si lo pensamos un poco nos resulta bastante difícil ser humildes. Reconocer nuestra miseria, lo poco que somos, lo que nos cuestan las cosas. Las comparaciones que surgen a la mínima de cambio en el trabajo, con nuestros amigos, en la propia familia. “No eres humilde cuando te humillas, sino cuando te humillan y lo llevas por Cristo” (Camino 594). Y, si lo pensamos un poco, somos conscientes de lo que cuesta humillarse, o sea desaparecer, no empeñarme en quedar bien, en salir con la mía.
¿Cuántas discusiones violentas surgen en la vida de familia sólo porque no soy capaz de reconocer mis defectos? “Tienes la habitación desordenada”. “¿Es que no te das cuenta de que todo lo que tengo que hacer y que no me ha dado tiempo?”. Es una posible respuesta. Otra sería “perdona, voy enseguida”. Esto supone reconocer mis limitaciones. Y cada acto de humildad, aunque sea pequeño, es un crecimiento en esta virtud, tan importante para la vida de familia y para la unión de los esposos.
También Jacques Fesch, recién convertido, nos advierte: "Constato que el estado del alma más favorable y, ciertamente, el que más complace a Dios, es el que se adquiere cuando se clama a Él por primera vez. La humildad es perfecta y la tensión del alma más continuada. Es una auténtica petición de socorro que recibe respuesta inmediata. Después, al avanzar, la embriaguez del orgullo se mezcla con la buena semilla de la oración, y es difícil mantener la humildad deseable. El alma que se siente colmada por su Señor se llena de alegría, pero también, casi obligatoriamente, de una soberbia injustificada” (p. 187). O sea, cuando el momento de la conversión es muy reciente es fácil reconocer que uno no es nada. ¿Qué pasa luego?
Lo que pasa es que nos creemos algo por nuestro conocimiento de las cosas, por nuestra experiencia, por nuestras dotes, y nos resulta difícil reconocer los fallos. La soberbia se mete fácilmente por cualquier situación matrimonial o familiar, y hace daño, crea división y malestar. “Eres polvo sucio y caído. −Aunque el soplo del Espíritu Santo te levante sobre las cosas todas de la tierra y haga que brille como oro, al reflejar en las alturas con tu miseria los rayos soberanos del Sol de Justicia, no olvides la pobreza de tu condición. Un instante de soberbia te volvería al suelo, y dejarías de ser luz para ser lodo” (Camino 599).