“¡Pero cuánto tiempo he perdido! Sin saberlo he buscado durante toda mi vida la perfección en el trabajo... y ahora que me retiro, me entero que podía haber dedicado esos veinticinco años a avanzar en amistad con Dios... ¿Cómo no lo encontré antes?”
Se han cumplido cien años del nacimiento de don Antonio Bienvenida (Caracas, Venezuela; 25 de junio de 1922 – Madrid; 7 de octubre de 1975). Por lo que en estos años he podido leer y conocer de testigos directos de su vida, he comprobado tenemos bastantes cosas en común. De ahí estas líneas, a modo de homenaje a su persona y de agradecimiento a Dios por darnos referencias humanas como la suya, en tiempos donde escasean modelos públicos de conducta.
A quien sí pude conocer personalmente fue a un buen amigo suyo, gran figura también del toreo, y excelente persona: don Andrés Vázquez. Precisamente un nieto de Bienvenida escribía hace unos días un artículo laudatorio del “brujo de Villalpando” con motivo de su reciente fallecimiento. En él cita unas palabras del diestro de Zamora hablando de su amigo: “De Antonio, que en paz descanse, aprendí esa torería, ese sentido de la lidia, esa gracia y esa autoridad que hay que tener ante la vida” [[1]]. Sentido, gracia, autoridad… torería… naturalidad.
También hace muy pocos días, con motivo del centenario, otro Andrés (Amorós) escribía una estupenda Tercera de ABC en la que también destacaba ese rasgo de Bienvenida: “Más allá de la técnica, don Manuel (se está refiriendo el periodista a don Manuel Mejías Rapela, el famosísimo “Papa Negro”, padre de los Bienvenida), les transmitió algo fundamental, la importancia de la torería, dentro y fuera del ruedo: vestirse y comportarse correctamente; estar siempre pendiente del que está toreando, para hacerle un quite; respetar al público… son cosas que, por desgracia, tantas veces echamos de menos”. De esa torería/naturalidad que rezumaban los Bienvenida, y concretamente Antonio, me gustaría ahora hablar brevemente a modo de brindis.
Antonio Bienvenida fue siempre un torero elegante, sin poses ni ribetes. Nunca fue disfrazado de torero como nunca fue vestido de hombre. Era torero y hombre íntegro, y como tal vestía y vivía. Cuenta Amorós que su padre obligaba a sus hijos a que llevaran a veces el traje de torear mientras comían, para que se fueran acostumbrando y lo llevarán luego en la plaza con soltura, como una segunda piel. También sus padres (aquí incluyo a su madre la señora doña Carmen) les enseñaron a vivir en cristiano para que aprendieran a pasear con sencillez su humanidad integral: alma y cuerpo en sintonía. Antonio siempre vivía en torero. Como siempre vivió en cristiano. Vivía como toreaba, y toreaba como vivía. Todo en él era verdad. Y eso se llama naturalidad.
Y así, si el pase natural es el lance de la lidia que más muestra la verdad de un diestro, el toreo que lleva puesto, es lógico que Antonio destacara por sus naturales. Saboreemos cómo el poeta Juan Luis Panero describe un natural de Antonio Bienvenida en el que alcanza toda la emoción, elegancia y pasión: “La mano izquierda en medio de la muleta tersa y el toro entrando y saliendo como si nada pasase. El arte natural, tan difícil. Ese arte natural de Bienvenida que reflejaba no solo en este pase sino en todo su repertorio y del que tanto he intentado aprender. Algo que en España se ha dado en los momentos, para mí, más significativos de su arte. Porque si bien es cierto que existe esa otra España, más típica y tópica, la del esperpento y el exabrupto, el aullido retorcido y la pirueta barroca, el brochazo solanesco y el muletazo destemplado, el clarín que atruena y la retórica encabritada, la que yo prefiero es esa otra más cercana a lo auténticamente natural. Esa luz que ilumina Las Meninas, la prosa del Quijote o la poesía de Luis Cernuda, la que se refleja en el piano de Isaac Albéniz o en la guitarra de Andrés Segovia” [[2]]. Todo el repertorio de su toreo (tan amplio) como el de su vida (tan intensa y volcada hacia los demás) tuvo siempre ese sello de la naturalidad.
Como bien se puede comprobar, y deja apuntado el poeta, no estamos viviendo en estos días precisamente una época así. Son malos tiempos para la naturalidad que surge de la sublimación de la verdad y la belleza; esa que siempre se llamó sencillamente arte. Y el toreo era para él –y es para quien lo pueda comprender sin prejuicios ideológicos- arte en estado natural. «Antonio no entendía el toreo de otra forma que no fuera como arte. Se lo habían inculcado desde niño» (escribe Vicente Zabala). Es normal (y preocupante, por qué no decirlo) que la poca formación humana y humanística que van recibiendo las generaciones actuales les impidan apreciar precisamente lo más sublime de la vida cuando viene vestida con el ropaje de lo natural. No le está pasando sólo a la Tauromaquia. Le está pasando a todo lo que igual que ella pueda y quiera describir la vida como un arte: el arte de educar; el arte de relacionarse; el arte de amar o servir… el arte de vivir. Por eso, ¡cuánto necesitamos la naturalidad de un Bienvenida!
La naturalidad, además, es la puerta de lo sobrenatural. Del mismo modo que lo artificial o formalista deviene inevitablemente algo espiritualista o puro trampantojo, la naturalidad auténtica siempre está abierta al sentido sobrenatural de la existencia. Lo natural te abre a la trascendencia incluso aunque se trate de un pecado; mientras que lo artificial te aleja de ella por más que se trate de algo en apariencia hermoso. Sólo así se entiende que Antonio Bienvenida, al encontrarse con su vocación al Opus Dei, se entusiasmara. Para él fue una enorme alegría descubrir al final de sus años que su trabajo profesional vivido con naturalidad era camino sobrenatural para llegar al Cielo; camino de santidad. “Ser santo toreando…” Así, no sin ese punto de gracejo, lo expresaba a los pocos días de pedir la admisión en el Opus Dei como supernumerario: «¡Pero cuánto tiempo he perdido! Sin saberlo he buscado durante toda mi vida la perfección en el trabajo... y ahora que me retiro, me entero que podía haber dedicado esos veinticinco años a avanzar en amistad con Dios... ¿Cómo no lo encontré antes?”».
Poco tardó en comprender el núcleo de su llamada: ser alma de oración, hacer de la prosa de cada día un poema heroico (era la expresión que empleaba con frecuencia san Josemaría). En su caso, torear con naturalidad pero en presencia de Dios. «Tengo una alegría enorme −contaba−. Siempre sentía a Dios a mi lado cuando toreaba, y percibía una llamada que no acababa de ver clara. ¡Ahora la veo perfectamente!». Con gran rapidez fue “cogiendo el son a Jesucristo”, decía; comprendiendo –y enseñando, ya para siempre- que el arte de torear, como el arte de la vida, si se hace cara a Dios nunca podrá denominarse “toreo de época”, sino que será un toreo o una vida para la eternidad.
Es precioso y significativo su modo de explicar cuál era su cometido como torero en una de esas tardes de corrida. Empleaba una imagen bien gráfica que ciertamente sólo podrán comprender quienes sepan qué es eso de tratar a Dios como un amigo, como un hermano, como un Padre bueno. Decía: «Toreo dos veces. Es lo que llamo la “Corrida grande” y la “Corrida chica”. La grande se la dedico al Señor en el patio de cuadrillas, antes de salir al ruedo. Me preparo bien, repaso los detalles, cuido hasta de no tener polvo en las zapatillas y toreo para Él solo. Me sale fenómeno, claro. Espero que le gusten los pases que le doy con el corazón y no con la mano... ¡Esa es la corrida importante! Además, con Él nunca fracaso... Es el mejor Presidente de las dos corridas. Después, salgo al ruedo y allí... bueno, pues hago lo que puedo, pero la llamo “la Corrida Chica”. Me chillan, si lo hago mal; o me aplauden, si las cosas se me dan bien. Pero no me importa tanto, porque ya he toreado para Él...».
Lejos –muy, muy lejos- queda esta actitud tan suya, de la beatería o del angelismo. Está más bien en las antípodas. Porque supone vivir sencillamente en cristiano, con todas sus consecuencias. Antonio Bienvenida vivió la naturalidad teniendo que combatir cada día y resultando herido muchísimas veces (recibió 15 cornadas graves y tuvo algunos quites milagrosos). Fue natural a la hora de oponerse a aquellas prácticas que fueran en contra de la pureza del toreo de verdad (como el afeitado de los toros), por más que eso le granjeara animadversiones. Mostró con naturalidad su buen corazón toreando innumerables veces corridas de beneficencia por causas solidarias muy dispares. U ofrecía con naturalidad sus triunfos a Dios cuando, trofeos en mano, al dar la vuelta al ruedo, no miraba al tendido y al clamor popular, sino al Cielo dando gracias a Dios y diciéndole: “¡Señor, tuyo el poder y tuya la gloria!”»…
Naturalidad siempre. Hasta el momento de su muerte, hasta en su modo de afrontar ese encuentro definitivo cara a cara con Dios. «El último toro que pienso lidiar −si Dios quiere, lo mejor posible− es el de la muerte, a la que estoy acostumbrado a tratar. Quisiera darle una lidia alegre... y templada. Despacio, lo más despacio que pueda, hasta que pueda llegar... a poderla besar; a poderla besar con alegría. Por eso, la Fe es importantísima...».
Basten este ramillete de anécdotas, tal vez bien conocidas, para poner en valor un poquito de quien fue este artista enorme del toreo y de la vida: don Antonio Bienvenida. Y, para terminar con una buena media, no me importa hacer mías las palabras con las que describía san Josemaría Escrivá a ese hijo suyo al que tanto quería. Son palabras sacadas de una tertulia con mucha gente diversa, y en la que le ponía como ejemplo de hombre que supo hacer las cosas bien por amor de Dios. San Josemaría recordaba entonces haber estado hacía poco con «un torero estupendo al que quiero mucho, que se recrea en la suerte y hace despacio con el capote... -dijo, haciendo el ademán de una verónica con una capa imaginaria-. Pues sí; recrearse en la suerte, como un artista, ¡con amor!». Dios se recreó en la suerte al darnos a alguien así, y nosotros no podemos sino celebrar y agradecer esa divina faena que nos hizo conocer y apreciar ese arte natural de Bienvenida.
Redacción de elmundo.es/
Notas:
[1] Gonzalo Bienvenida, El Mundo 17.VI.2022
2 Juan Luis Panero, Quites 1985, en Marzal. P. 169-170.
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