Al concluir el ciclo de catequesis dedicadas a la vejez, el Papa recuerda que después de la muerte nacemos en el cielo, el espacio de Dios, donde hay sitio para todos, donde se forma una nueva tierra y se va construyendo el hogar definitivo del hombre
“Lo mejor de la vida está por verse” y hay que esperar “esa plenitud de vida que nos espera a todos, cuando el Señor nos llame”. Estas son las palabras esperanzadoras que el Papa Francisco dirigió esta mañana a los participantes en la Audiencia General de este miércoles 24 de agosto. En la última catequesis dedicada a la vejez el Pontífice, inspirado en la reciente celebración de la Asunción de la Virgen María al cielo, reflexionó sobre la relación de este misterio con la resurrección del Hijo, que abre el camino de la generación a la vida a todos nosotros, anticipa nuestro destino de resurrección.
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy concluimos el ciclo de catequesis sobre la vejez, y lo hacemos recordando la Asunción de la Virgen María a los cielos. Este misterio se pone en relación con la Resurrección de Jesús, y nos anticipa el destino que nos espera cuando resucitemos. En las llagas de Jesús, que permanecen ya resucitado ―conserva las llagas―, vemos que Él no perdió su humanidad ni la memoria de su vida, ni de su historia. Nosotros, aunque no podemos imaginarnos cómo será la transformación de nuestro cuerpo al resucitar, sabemos que reconoceremos nuestros rostros y las personas que amamos. Nos encontraremos.
Nuestra vida es como una semilla que debe ser enterrada para que nazca y pueda dar fruto. Esto sucederá, aunque no sin tribulación, como lo indica san Pablo al hablar de los dolores de parto que sufre la creación. Pero Jesús nos espera con amor, nos prepara un lugar a la mesa en su Reino, del cual disfrutaremos al pasar a la otra vida. Queridos hermanos, queridas ancianas, queridos ancianos, confiemos en las promesas del Señor, lo mejor de la vida está aún por llegar.
Recientemente celebramos la Asunción al cielo de la Madre de Jesús. Este misterio ilumina el cumplimiento de la gracia que formó el destino de María, e ilumina también nuestro destino. El destino es el cielo. Con esta imagen de la Virgen asunta al cielo quisiera concluir el ciclo de catequesis sobre la vejez. En Occidente la contemplamos elevada a lo alto envuelta en luz gloriosa; en oriente se la representa acostada, dormida, rodeada de los Apóstoles en oración, mientras el Resucitado la lleva en sus manos como a una niña.
La teología siempre ha reflexionado sobre la relación de esta singular “asunción” con la muerte, que el dogma no define. Pienso que sería aún más importante hacer explícita la relación de este misterio con la resurrección del Hijo, que abre el camino de la generación a la vida para todos nosotros. En el acto divino del reencuentro de María con Cristo Resucitado no trasciende simplemente la normal corrupción corporal de la muerte humana, no solo eso, sino que se anticipa la asunción corporal de la vida de Dios. De hecho, se anticipa el destino de la resurrección que nos concierne: porque según la fe cristiana, el Resucitado es el primogénito de muchos hermanos y hermanas. El Señor resucitado es Aquel que fue primero, que resucitó antes que todos, luego iremos nosotros: ese es nuestro destino: resucitar.
Podríamos decir –siguiendo las palabras de Jesús a Nicodemo– que es como un segundo nacimiento (cfr. Jn 3,3-8). Si el primero fue un nacimiento en la tierra, este segundo es un nacimiento en el cielo. No es casualidad que el apóstol Pablo, en el texto leído al principio, hable de los dolores del parto (cfr. Rm 8,22). Así como, tan pronto salimos del vientre de nuestra madre, somos siempre nosotros, el mismo ser humano que estaba en el vientre, así, después de la muerte, nacemos al cielo, al espacio de Dios, y seguimos siendo nosotros que hemos caminado sobre esta tierra. Análogamente a lo que le sucedió a Jesús: el Resucitado es siempre Jesús: no pierde su humanidad, su vida, ni siquiera su corporeidad, no, porque sin ella ya no sería Él, no sería Jesús: es decir, con su humanidad, con su vivencia.
Nos lo cuenta la experiencia de los discípulos, a quienes se les aparece durante cuarenta días después de su resurrección. El Señor muestra las heridas que sellaron su sacrificio; pero ya no son la fealdad de la degradación dolorosamente sufrida, ahora son la prueba indeleble de su amor fiel hasta el extremo. ¡Jesús resucitado con su cuerpo vive en la intimidad trinitaria de Dios! Y en ella no pierde la memoria, no abandona su propia historia, no disuelve las relaciones que vivió en la tierra. Prometió a sus amigos: «Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros» (Jn 14,3). Ha ido a preparar el lugar para todos nosotros y después de preparar un lugar vendrá. No solo vendrá al final para todos, vendrá cada vez para cada uno de nosotros. Vendrá a buscarnos para llevarnos a Él. En este sentido, la muerte es un pequeño paso hacia el encuentro con Jesús que me espera para llevarme a Él.
El Resucitado vive en el mundo de Dios, donde hay lugar para todos, donde se forma una tierra nueva y se construye la ciudad celestial, morada definitiva del hombre. No podemos imaginar esa transfiguración de nuestra corporeidad mortal, pero estamos seguros de que mantendrá nuestros rostros reconocibles y nos permitirá permanecer humanos en el cielo de Dios. Nos permitirá participar, con emoción sublime, de la exuberancia infinita y feliz del acto creador de Dios, cuyas interminables aventuras viviremos de primera mano.
Cuando Jesús habla del Reino de Dios, lo describe como una cena de bodas, como una fiesta con amigos, como el trabajo que hace la casa perfecta: es la sorpresa que hace que la cosecha sea más rica que la siembra. Tomar en serio las palabras evangélicas sobre el Reino capacita nuestra sensibilidad para gozar del amor activo y creador de Dios, y nos pone en sintonía con el destino inaudito de la vida que sembramos. En nuestra vejez, queridos y queridas coetáneos, y hablo a los “viejos” y “viejitas”, en nuestra vejez la importancia de tantos “detalles” de los que está hecha la vida –una caricia, una sonrisa, un gesto, un trabajo apreciado, una sorpresa inesperada, una alegría hospitalaria, un vínculo fiel–, se vuelve más aguda. Lo esencial de la vida, que apreciamos más en la vecindad de nuestra despedida, se nos muestra definitivamente claro. Y así, esa sabiduría de la vejez es el lugar de nuestra gestación, que ilumina la vida de los niños, jóvenes, adultos y de toda la comunidad. Los “viejos” debemos ser eso para los demás: luz para los demás. Toda nuestra vida aparece como una semilla que habrá que enterrar para que nazca su flor y su fruto. Nacerá, junto al resto del mundo. No sin esfuerzo, no sin dolor, pero nacerá (cfr. Jn 16,21-23). Y la vida del cuerpo resucitado será cien mil veces más viva que como la gustamos en esta tierra (cfr. Mc 10,28-31).
No es casualidad que el Señor resucitado, mientras espera a los Apóstoles junto al lago, asa pescado (cfr. Jn 21,9) y luego se lo ofrece. Este gesto de amor cariñoso nos hace darnos cuenta de lo que nos espera al pasar a la otra orilla. Sí, queridos hermanos y hermanas, especialmente vosotros los ancianos, lo mejor de la vida está aún por venir; “Pero somos viejos, ¿qué más tenemos que ver?”. Lo mejor, porque lo mejor de la vida está por venir. Esperamos esa plenitud de vida que nos aguarda a todos, cuando el Señor nos llame. Que la Madre del Señor y Madre nuestra, que nos precedió en el Paraíso, nos devuelva la inquietud de la espera porque no es una espera anestesiada, no es una espera aburrida, no, es una espera con inquietud: “¿Cuándo vendrá mi señor? ¿Cuándo podré ir allí?”. Un poco de miedo porque ese paso no sé lo que significa y pasar esa puerta da un poco de miedo, pero siempre está la mano del Señor que te lleva adelante y, atravesada la puerta, está la fiesta. Estemos atentos, queridos “viejos” y queridas “viejitas”, coetáneos, estemos atentos: Él nos está esperando, sólo un paso y luego la fiesta.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua francesa presentes en esta audiencia, en particular a los peregrinos de Francia y del Líbano, así como a los peregrinos de Burkina Faso que están visitando los santuarios de Italia. Mañana celebraremos a San Luis, rey de Francia, modelo de esposo, padre y político: que su ejemplo apoye vuestro testimonio cristiano. ¡Dios os bendiga a todos!
Saludo a los peregrinos de lengua inglesa presentes en la audiencia de hoy, especialmente a los de Malta, Singapur y Estados Unidos de América. Sobre vosotros y vuestras familias invoco la alegría y la paz de nuestro Señor Jesucristo. ¡El Señor os bendiga!
Saludo cordialmente a los hermanos y hermanas de lengua alemana. En estas semanas de verano son muchas las personas que han partido hacia diferentes destinos de vacaciones. No olvidemos –ante las muchas metas que perseguimos en la vida– la gran meta, el destino final de nuestra existencia: la unidad y la comunión con Dios ¡Mi bendición para todos!
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos al Señor que, en el camino de esta vida terrena, sepamos sembrar con gestos de amor y ternura lo que cosecharemos en el Reino de los cielos. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.
Saludo cordialmente a los fieles de lengua portuguesa, en particular a los peregrinos de la diócesis de Oporto y a los miembros de la Comunidad Amigos de Jesús de Ipatinga. Hermanos y hermanas, que el ejemplo del apóstol san Bartolomé, a quien celebramos hoy, fortalezca en vosotros el compromiso de llevar el Evangelio a todos. ¡Dios os bendiga!
Saludo a los fieles de lengua árabe. La sabiduría de la vejez es el lugar de nuestra gestación, que ilumina la vida de los niños, de los jóvenes, de los adultos, de toda la comunidad, y toda nuestra vida aparece como una semilla que hay que enterrar para que florezca y por eso os digo a vosotros, queridos hermanos y hermanas, especialmente a los ancianos, que lo mejor de la vida aún está por venir. ¡El Señor os bendiga a todos y os proteja siempre de todo mal!
Saludo cordialmente a los peregrinos polacos, especialmente a los niños y jóvenes que se preparan para el comienzo del año escolar. Muchos de ellos podrán estudiar gracias a las “Mochilas llenas de sonrisas” recibidas de Caritas Polonia, que también irán destinadas a refugiados de Ucrania. Seguir compartiendo con los necesitados, dando ejemplo de solidaridad. Os bendigo de corazón.
Dirijo una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua italiana. En particular, saludo a las Hermanas de la Caridad de Santa María que están celebrando su Capítulo, a los Seminaristas que participan en un encuentro de formación de verano. Animo a todos a vivir su vocación como un servicio humilde y gozoso a Dios y a los hermanos.
Finalmente, como siempre, mi pensamiento se dirige a los ancianos, enfermos, jóvenes y recién casados, que son muchos. Que el ejemplo del apóstol san Bartolomé, a quien recordamos hoy, os ayude a mirar con confianza a Cristo, que es luz en las dificultades, apoyo en las pruebas y guía en cada momento de la vida. A todos mi bendición.
Renuevo mi invitación a implorar al Señor la paz para el amado pueblo ucraniano que desde hace seis meses –hoy– sufre el horror de la guerra. Espero que se tomen medidas concretas para poner fin a la guerra y evitar el riesgo de un desastre nuclear en Zaporizhzhia. Llevo en mi corazón a los presos, especialmente a los que se encuentran en condiciones frágiles, y pido a las autoridades responsables que trabajen por su liberación. Pienso en los niños, muchos muertos, y luego en tantos refugiados, aquí en Italia hay muchos, muchos heridos, muchos niños ucranianos y niños rusos que se han quedado huérfanos y los huérfanos no tienen nacionalidad, han perdido a su padre o madre, ya sean rusos o ucranianos. Pienso en tanta crueldad, en tanta gente inocente que está pagando la locura, la locura de todos lados, porque la guerra es locura y nadie en la guerra puede decir: “No, no estoy loco”. La locura de la guerra. Pienso en esa pobre niña que voló por los aires por una bomba que estaba debajo del asiento del automóvil en Moscú. ¡Los inocentes pagan la guerra, los inocentes! Pensemos en esta realidad y digámonos: la guerra es una locura. Y los que ganan con la guerra y el comercio de armas son criminales que matan a la humanidad. Y pensemos en otros países que llevan tiempo en guerra: Siria desde hace más de 10 años, pensemos en la guerra de Yemen, donde muchos niños pasan hambre, pensemos en los Rohingya que vagan por el mundo por la injusticia de ser expulsados de su tierra. Pero hoy de manera especial, a seis meses del inicio de la guerra, pensemos en Ucrania y Rusia: a ambos países los consagré al Inmaculado Corazón de María. Que Ella, como Madre, vuelvas la mirada a estos dos amados países: ¡que mire a Ucrania, que mire a Rusia y nos traiga la paz! ¡Necesitamos paz!
Fuente: vatican.va
Traducción de Luis Montoya
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