Vivir una vida sin filtros, sin límites ni barreras es como beber un agua sin filtrar, sin depurar
Hace unos días me di un largo paseo por los alrededores de Córdoba, el día estaba fresco y animaba al ejercicio. Me llamó la atención algo nada nuevo, los restos de la presencia de jóvenes: bolsas, servilletas, vasos, botellas y productos que mejor no concretar. No tengo nada en contra de que se reúnan, lo que no acabo de entender son los efectos de estas quedadas: resaca, suciedad, vacío. ¿No podemos ofrecerles nada más?
Invertimos mucho en educar la sensibilidad ecológica, el respeto por la naturaleza, la sostenibilidad… pero no parece que alcancemos buenos resultados. Los mayores debemos preguntarnos si somos buen ejemplo. ¿Me gustaría que mis hijos fueran como yo soy? ¿Sé mostrarles el camino de la felicidad? ¿Honradamente, a pesar de mis limitaciones, pienso que soy un buen ejemplo? Son preguntas que requieren calma, tiempo, profundidad para poder responderlas.
Cuenta el Evangelio que uno se acercó a Jesús y le preguntó si eran pocos los que se salvaban. Lamentablemente esta cuestión no parece tener actualidad, quizás sean pocos a los que les interese la salvación. Incluso hay quien dice que puestos a elegir optarían por el infierno, que será más divertido. Lo mejor es condenarse, dicen. El Señor no da una respuesta directa, no dice si son pocos o muchos. Hay quien piensa que todos se salvarán, que será bastante fácil engañar al Buen Dios. Su respuesta es que hay que entrar por la puerta estrecha, nos muestra el camino.
Salvarse no es sin más ir al cielo, ni condenarse es sencillamente parar en el infierno. El asunto es más complejo, no solo hace referencia al final de la vida. Es cuestión de cómo la vivo, de cómo me voy haciendo, de si mi vida es un cielo o un infierno. Y esto tiene que ver con mis decisiones, mis actos, mis sentimientos. A cómo me veo ante el espejo, al entorno en el que me muevo, a lo que doy a los demás. Salvarse tiene mucho que ver con liberarse, con romper con todo lo que me esclaviza, me hace daño, o daña a los que quiero.
Querer salvarse y que se salven los que quiero tiene que ver mucho por la puerta que elijo, con el camino que quiero recorrer. La puerta ancha es la del todo vale. Vivir una vida sin filtros, sin límites ni barreras es como beber un agua sin filtrar, sin depurar. Te puede saciar la sed, pero puedes coger de todo, como vemos que pasa con ciertas enfermedades ligadas a una vida permisiva. De la resaca no te puedes escapar. Entrar por la puerta estrecha es vivir con esperanza, con ilusión. Es soñar en cosas grandes.
Todo el mundo puede atravesar la puerta ancha, nada te estorba para traspasarla. La vida fácil, cómoda, egoísta, sensual la pueden recorrer todos, no tiene mérito y tampoco llena, no vale la pena. Solo los soñadores, los que tienen proyectos valiosos, los esforzados, los que eligen lo mejor se desprenden de la ganga para quedarse con el oro puro. Parece que es de listos entrar por el portillo ancho, pero realmente es elección de tontos. No es fácil hacer buenas elecciones. Será feliz en el Cielo quien sabe hacer de esta vida un anticipo de él.
Una última consideración nos facilita el pasaje evangélico: “No sé de dónde sois”. Esto lo escuchan aquellos que “hemos comido y hemos bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas”. Si tanta gente se aparta de Dios, vive como si no existiera, algo de culpa tendremos los que “hemos comido y bebido contigo”, los que vamos a misa, los que hemos escuchado sus enseñanzas. ¿Las hemos asimilado? ¿Vivimos como hijos de Dios? Ser cristiano no es tener creencias, es un encuentro con Cristo que cambia nuestra vida, le da una nueva dimensión. Es una ganancia. Venderlo todo para adquirir un gran tesoro.
Monseñor Ocáriz escribía: “os sugiero que pongáis ante todo la mirada en vuestro hogar. Pensad si vuestros hijos pueden estar felices de pertenecer a su familia, porque tienen unos padres que les escuchan y les toman en serio, que les quieren como son; que se atreven a hacerse con ellos sus mismas preguntas; que les ayudan a percibir, en las pequeñas realidades de la vida diaria, el valor de las cosas, el esfuerzo que requiere sacar adelante un hogar; que saben exigirles, que no tienen miedo de ponerles en contacto con el sufrimiento y la fragilidad, tan presentes en la vida de mucha gente, quizá empezando por la propia familia; que les ayudan, con su piedad, a tocar a Dios, a ser «almas de oración». Ayudadles, en fin, a crecer sanos y fuertes de corazón, para que puedan escuchar a Dios que dice a cada uno y a cada una, como a Juan y Andrés, «venid y veréis»”. Transmitir este modo de vivir es hacer felices a los demás, evitarles las desagradables resacas.