«La forma un tanto desenfadada del cristianismo que aprendí en el colegio me ha acarreado algún problema con fanáticos de uno u otro bando»
De un columnista esperamos ideas perspicaces y prosa meritoria. No es combinación sencilla. A menudo el escritor esconde entre fogonazos estilísticos su vacuidad, y el periódico centrista en que escribe se lo recompensa: el modo más simple de ser un moderadito es no decir nada.
Otras veces, las intuiciones se agolpan en la cabeza del que redacta, y entonces sus párrafos se resienten. Salimos de su texto un tanto aturdidos, como si en una píldora hubiesen querido condensarnos un banquete. Quien así escribe olvida que lo placentero de compartir mesa no reside en el extracto proteínico de los platos, sino en el vino, charla y risas que lo acompañarán.
Ana Iris Simón sabe reunir los dos rasgos necesarios: buen estilo y buenas ideas. De hecho, este artículo adoptará de ella una: la apuntada en su columna La carrera espacial, de noviembre pasado. Comenzaba así: «Estudié en el CP Vicente Aleixandre primero y en el IES Alpajés después, pero cuando lo incluyo en las biografías que me piden para dar una charla o poner en la contraportada de un libro me lo suelen quitar. Es un gesto tonto y supongo que comprensible ―’nadie los conoce’, me dijeron una vez―, pero a mí me da mucha rabia».
Me confieso menos osado que Ana Iris. Como profesor universitario, hube de pasarme media carrera rellenando currículos –la otra media, informes; sabido es que en la Universidad los burócratas solo te permiten esmerarte en tus clases una vez hayas cumplido sendos deberes–. Pero, a diferencia de Ana Iris, jamás he intentado colar en tales hojas de vida la ídem previa a mi llegada a la facultad. Craso error que ahora quisiera remediar.
Por eso hablaré aquí de mi otro currículo. El que nunca envío antes de impartir una conferencia, pero importa más que el enviado. Lo sé: este propósito de enmienda no compensará mi habitual descuido. Mas quizá incite a otros autores, como me incitó Ana Iris a mí. Y cunda la costumbre de recordar a esos otros educadores que tuvimos y que, pese a carecer de nombres relucientes como «Boston College» o «Gianni Vattimo», nos marcaron mucho más.
De hecho, el nombre de mi primera maestra no podría ser más sencillo: María. O, seamos precisos, la señorita Mari. Su importancia fue crucial: se trata de la mujer que me enseñó a leer. Lo hizo de modo misterioso: cuidaba a decenas de niños (¿40, 50?) en nuestra guardería parroquial. Quienes hoy hablan de la importancia de la ratio alumnos/profesor para mejorar la educación, supongo que idolatrarán a aquella mujer, que yo recuerdo además algo avejentada –pero ya se sabe que, de niños, los mayores tienden a parecérnoslo–.
La señorita Mari no podía estar pendiente de todos nosotros todo el rato. Lo cual nos concedía una considerable libertad con tres añitos de edad. ¿Me enseñó así también a desconfiar de los gobiernos controladores, esos que dictaminan incluso si beberemos vino con el menú del día? Recuerdo que en cierta ocasión me partí la barbilla (aún conservo la cicatriz) y berreé lo que me pareció un siglo antes de que ella llegara a notarlo, quizá porque el reguero de sangre ya le llegaba hasta los zapatos. No se lo puedo reprochar. En la vida hay que aprender a llorar solos también.
El resto de mis recuerdos en el parvulario de San Juan de Barbalos resultan, con todo, más benévolos. Por ejemplo, el primer día de clase: mi tía abuela Pepa, monja carmelita, le dijo a mamá que ya estaba bien de tenerme todo el día enmadrado en casa. Así que me cogió de la mano, me dio un caramelo rectangular de fresa y nos fuimos a la calle. Hacía sol. No recuerdo qué pensé cuando me dejó solo (si puede hablarse de soledad con cuarenta y tantos niños y la señorita Mari), pero estoy seguro de que el caramelo era de fresa y rectangular.
En la guardería aprendimos canciones. También a contar (me costó diferenciar entre «veinte» y «noventa»). Y a rezar. Teníamos una virgen cuya serpiente a los pies me daba un poco de miedo, pese a que estos la aplastaran.
Memoricé asimismo los nombres de los continentes, de los ríos de España y (ya por mi cuenta) las marcas de los coches de miniatura que llevábamos para jugar. Sé que aprendí todas esas cosas pues las exhibí en el primer proceso de selección que luego me tocaría afrontar: el paso de la guardería al colegio, con cinco años ya. No es que se tratara de una institución de élite, ni mucho menos; era solo que estaba sobrecargado de alumnos. Un rasgo de mi infancia, tan distinta a la viejuna España de hoy, es que siempre éramos un poco demasiados niños en todas partes. Nací en los años 70 en Salamanca, y parece que a muchos otros se les ocurrió hacerlo también.
Mi entrevista de selección tuvo éxito y el director del colegio, don Jesús, me admitió en 2º de preescolar. Al poco tiempo, le echaron. Quizá había sido demasiado benévolo admitiendo demasiados críos. O quizá éramos muchos los que nos sabíamos los nombres de los ríos de España y le costó seleccionar. Al pasar lista, me di cuenta de que en clase éramos 48. Ya no me costaba, por cierto, distinguir entre 20 y 90.
En aquel colegio concertado, el maestro Ávila, estuve desde los cinco a los 18 años. Así que resultaría pretencioso por mi parte aspirar a resumirlos aquí. Sí desearía, empero, mentar dos aspectos suyos: se trataba de una institución religiosa (pertenecía a la Hermandad de Sacerdotes Operarios) y su alumnado era lo que hoy llamaríamos “socialmente diverso”. Esos dos rasgos me enseñaron muchas cosas.
Empezaré por el segundo. «Socialmente diverso» significa que en clase acaecían a veces cosas un tanto peliagudas para los docentes. Por ejemplo, para nuestra profesora de Música. Alguien quemó su abrigo mientras ella, despistada, atendía las dudas de otros alumnos sobre Juan Sebastián Bach. El olor a chamusquina reveló que la prenda era de plástico, pero creo que, de haber estado repujada en cuero, ella habría montado en cólera igual. Nunca se descubrió al culpable, así que el castigo fue colectivo (creo que nos perdimos una excursión al programa ‘Un, dos, tres’). Años después, más que a Mayra Gómez Kemp, añoro aún una respuesta a tan intrigante pregunta: ¿quién incendió aquel abrigo? Si el culpable llega a leer este artículo, agradeceré que en los comentarios nos revele su identidad. Tras tantos años, incluso una gamberrada tan espeluznante habrá prescrito ya.
También volaban a veces bolas de fuego por los aires de la clase, o se partían por la mitad los inodoros del servicio; «socialmente diverso» significaba esas cosas y más. Entre nosotros había hijos de jardineros y niños que te invitaban el sábado a la finca charra de sus papás. Con el tiempo, he notado el privilegio que supuso crecer en ese ambiente. Aprendí a lidiar con los gamberros ricos y con los gamberros pobres; también con los apocados de una u otra clase social. Hoy la gente se queja de la crueldad en redes sociales. Me pregunto si habrían sobrevivido en mi cole durante los traqueteantes 14 años de edad.
El otro atributo de mi cole que he destacado es que lo dirigían curas. Y ello me enseñó a huir de dos vicios: el clericalismo y el anticlericalismo. Ambos surgen del mismo error: esperar que los sacerdotes sean humanos, de algún modo, aparte de todos los demás.
Me tocaron, en los años 80, curas un tanto progres, pero ya sin los fervores revolucionarios que siguieron al Vaticano II. Se hablaba de religión, pero no se agobiaba con la religión. A veces leo a escritores obsesionados con clérigos tétricos que les amargaron su infancia franquista; me resultan siempre tan ajenos como Marco Polo con sus peripecias orientales. Nunca llamamos «padre» a ningún cura (obedeciendo, por cierto, a Mateo 23:9), sino Chusmi, Florencio o Ángel (este último es obispo hoy). No puedes obsesionarte con alguien llamado Chusmi, y mucho menos atribuirle diabólica maldad.
En suma: cierto es que, en ocasiones, la forma un tanto desenfadada del cristianismo que aprendí en el colegio me ha acarreado algún problema con fanáticos de uno u otro bando. Pero me temo que es ya parte inevitable de mi relación con Dios. Como el caramelo de fresa rectangular que me regaló tía Pepa. O como la lista de ríos españoles que, aún a veces, tengo la esperanza de que me vuelva a servir. Así que me pongo a musitarla en silencio, no se me vaya a olvidar.
Miguel Ángel Quintana Paz, theobjective.com/
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