“Sé que, a pesar de este desastre, hay alguien que nos ama, que vive junto a mí y comparte nuestro sufrimiento, porque debemos valer mucho a sus ojos. Ese alguien es Dios”
Tras el testimonio de Ana en la primera parte de Luces de esperanza, veremos otros dos que pueden aportar sentido y aire fresco a nuestra vida
El nombre de Tatiana Goritcheva sonaba ya en el último tercio del siglo pasado. Para empezar, el título de su libro −Hablar de Dios resulta peligroso− era atrayente y algo provocador; y no menos el subtítulo: Mis experiencias en Rusia y en Occidente. Recuerdo el interés con que abordé su lectura, a la que animo al lector si aún no lo conoce porque, a mi modo de ver, su contenido es enormemente positivo. Mencionaré algunos momentos claves de su vida que, como luces de un faro marinero, impidieron su naufragio personal, antes de convertirse ella misma en referencia iluminadora para otros.
Nacida en Leningrado, en 1947, desde pequeña se desvivía únicamente por destacar en todos los terrenos. Era el aire que había respirado en la escuela: “Solo se fomentaban las cualidades externas y ‘combativas’. Se alababa a quién realizaba mejor un trabajo, al que podía saltar más alto, al que ‘se distinguía’ por algo. Con ello se reforzó aún más mi orgullo (…). Mi meta fue entonces ser más inteligente, más capaz, más fuerte que los demás”. Esa misma trayectoria marcó sus años de universidad pero, en el fondo, esos “más” y las metas que alcanzaba, la dejaban insatisfecha y vacía porque a nada, ni en nada, encontraba sentido. Recordando aquellos años, escribe: “Me invadió entonces una melancolía sin límites. Me atormentaban angustias incomprensibles y frías, de las que no lograba desembarazarme. A mis ojos me estaba volviendo loca. Ya ni siquiera tenía ganas de seguir viviendo”.
Al borde de la desesperación, encontró refugio en el yoga y los mantras sugeridos en uno de sus libros. Uno de ellos recogía la oración del Padrenuestro. Sin ningún tipo de formación religiosa, comenzó a recitarlo y…: “Empecé a repetirla mentalmente como un mantra, de un modo inexpresivo y automático. La dije unas seis veces; entonces de repente me sentí transformada por completo”. Ayudada por creyentes ortodoxos, avanzó en el conocimiento de la fe cristiana y a los 26 años se convirtió. En 1980 abandonó Rusia residiendo primero en Viena y más tarde en París. Su descubrimiento del mundo occidental europeo y el contraste con lo vivido hasta entonces fue un choque duro, y no ahorró críticas a la moderna cultura occidental, que veía como enferma de nihilismo y sobrada de indiferencia religiosa. De hecho, el título Hablar de Dios resulta peligroso, nació del impacto interior que le produjo escuchar a un sacerdote en un programa religioso. Desencantada, porque percibía faltos de autenticidad los gestos y palabras de aquel sacerdote, escribirá: “Por primera vez comprendí cuán peligroso es hablar de Dios. Cada palabra tiene que ser una palabra de sacrificio, rebosante de autenticidad hasta los bordes. De lo contrario es preferible callar”. Con esta consideración, Tatiana nos deja ya una luz para meditar sobre nuestra sinceridad de vida.
Al hilo de sus recuerdos de juventud, cuando solo le apasionaba destacar sobre los demás, nos ofrece otra luminosa reflexión: “Nadie me dijo nunca que el valor supremo de la vida no está en superar a los otros, en vencerlos, sino en amarlos. Amar hasta la muerte, como únicamente lo hiciera el Hijo del hombre, al que nosotros todavía no conocíamos”. Palabras sinceras porque no parecen un frío testimonio, sino la íntima convicción de quien siente y vive lo que ha escrito. Agradecemos a Tatiana sus “luces de esperanza”.
El tercer testimonio llega de Japón y lo refiere el Cardenal Sarah. Con motivo del terremoto y subsiguiente tsunami en el año 2011, Benedicto XVI lo envió allí para llevar a la población, en su nombre, la ayuda material y espiritual de toda la Iglesia. En su libro Dios o nada, contestando a una pregunta sobre sus más vivos recuerdos al frente de Cor unum −dicasterio romano para la promoción humana y cristiana−, refiere lo sucedido en Japón:
“Yo llegué al país el 13 de mayo de 2011. (…) Me impactó el recibimiento de la población, mayoritariamente budista, que estaba desolada (…). Durante esos días comprendí que las personas a las que visitaba no esperaban de mí únicamente una aportación material: pese a las diferencias de nuestras creencias religiosas, querían que les llevara la esperanza que procede de Dios. Por eso, después de distribuir la ayuda logística y económica del Papa (…), lo más importante que tenía que hacer era rezar. No podía sino acudir a Dios pidiendo por esos huérfanos de mirada tan triste, por esos hombres y mujeres que intentaban reconstruir sus casas, por esos ancianos extenuados. Me fui de allí muy conmovido, porque sabía que sólo Él podía ayudar a los japoneses penetrando en lo más hondo de sus corazones.”
De nuevo, palabras sinceras que levantan el ánimo si se meditan con apertura de corazón. Es lo que le ocurrió a una joven japonesa, que después de la visita del cardenal africano le escribió una carta. Lo refiere el propio Sarah, y vale la pena su íntegra transcripción:
“Me conmovió profundamente la carta que me escribió una joven budista dos meses después de mi regreso de Japón, en la que me decía: Tras el terrible tsunami en el que hemos perdido a muchos miembros de nuestra familia y casi todos nuestros bienes, quería suicidarme. Pero después de escucharle a usted en la televisión, después de la paz y de la serenidad que recobré viéndole rezar por los supervivientes y por los muertos, y del impacto de su recogimiento y de su silenciosa oración junto al mar; después de su emotivo gesto de arrojar unas flores al agua en memoria de todos los que fueron engullidos por el mar, renuncio a suicidarme. Gracias a usted ahora he comprendido y sé que, a pesar de este desastre, hay alguien que nos ama, que vive junto a mí y comparte nuestro sufrimiento, porque debemos valer mucho a sus ojos. Ese alguien es Dios. A través del Santo Padre y a través de usted he sentido su Presencia y su compasión. No soy católica, pero le escribo estas líneas para darles las gracias a usted y al Santo Padre Benedicto XVI por el inmenso consuelo que nos han aportado. Sé que, al igual que yo, otras personas han recibido esa preciosa ayuda espiritual que todos necesitamos, sobre todo en los momentos de pruebas tan tremendas e inmensas como esta”. Esta joven percibió el sincero amor de un testimonio que la ganó; fue lo contrario de la experiencia de Tatiana, antes mencionada, al escuchar un programa religioso.
Para concluir, cabe preguntarse: ¿dónde encontrar más luces de esperanza semejantes a las aquí referidas? Toda persona de buena voluntad debería aspirar a tenerlas para ayudar a otros, aunque solo fuera con un puntito de luz. Y mucho más si somos cristianos porque, entonces, sabemos que Cristo, como Luz del mundo, desea hacernos partícipes de su propia Luz. Su madre María, “Estrella del Mar”, la reflejó de modo eminente. Y a todos dice el Señor: “Brille vuestra luz delante de los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16).