De EEUU nos llegó la revolución sexual y la primicia del aborto legal; desde allí nos puede llegar también el cierre de una etapa que ha conducido a Occidente a la desacralización de la vida humana.
La revocación por el Tribunal Supremo de EEUU de la sentencia Roe vs. Wade –que en 1973 declaró que el aborto en los primeros seis meses de embarazo era un "derecho constitucional" inalienable de la mujer, obligando así a los estados a admitirlo en dicho plazo– es un acontecimiento gigantesco, indicador de un cambio de tendencia en Occidente. Pues las sucesivas victorias progresistas descansaron menos en la potencia de sus argumentos que en un sentido de inevitabilidad e irreversibilidad histórica: ellos eran la encarnación del Zeitgeist, quien les resistiese era un "reaccionario"; sus conquistas eran definitivas, pues ¿quién querría volver a un pasado que la cultura progre hegemónica pinta como abominable? La caída de Roe vs. Wade implicará no sólo la salvación de millones de vidas, sino también romper el mito de la indefectibilidad del progreso, el dogma de que cualquier tiempo pasado fue peor, sólo comparable en simplismo al prejuicio tradicionalista de que los antepasados fueron siempre mejores. Lo cierto es que, si hemos mejorado en algunos aspectos –nunca hubo menos pobreza en el mundo, por ejemplo–, también hemos declinado en otros. Al restablecerse la protección legal del nasciturus en el país más influyente del mundo, se le arrebata a la progresía lo que Herder llamó "la manija de la Historia", el monopolio de la interpretación de su dirección.
Los tres nombramientos de Trump han consolidado una mayoría originalista (o sea, partidaria de interpretar la Constitución con arreglo a su sentido textual, y no de obligarla a decir lo que dicte en cada momento la imaginación jurídica progresista) en el Tribunal Supremo. La apelación del caso Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization ha brindado la gran oportunidad para subsanar el destrozo causado por Roe vs. Wade a la razón, el Derecho y la sociedad norteamericana.
Roe vs. Wade se basó en una montaña de mentiras. Mentiras fácticas, como que la demandante Jane Roe hubiese quedado embarazada por una violación en grupo (Norma McCorvey, que por entonces se declaraba "lesbiana", concibió a su hijo en relaciones voluntarias). Mentiras jurídicas, como que la Constitución norteamericana ampare el derecho al aborto: en realidad, la Constitución ignora el asunto, pero el magistrado ponente Harry Blackmun entendió que el derecho a abortar estaba implícito en el "derecho a la intimidad" afirmado por la sentencia Griswold v. Connecticut de 1965, supuestamente cubierto a su vez por la Enmienda 14 de la Constitución, la del due process of law: "Nadie será privado de su vida, libertad o propiedad sin el debido proceso legal". Lo lógico era interpretar que tampoco podía privarse de su vida al concebido no nacido; en lugar de eso, Blackmun, plegándose a las expectativas de una América en plena revolución sexual, consideró que prohibir el aborto en los dos primeros trimestres de embarazo privaría de su libertad a la mujer.
Dada la relevancia del precedente en el Derecho anglosajón, la tergiversación jurídica requería también una falsificación histórica: la tesis de que la prohibición del aborto había sido la excepción y no la regla en el pasado centenario del common law. Blackmun afirmó que el aborto era legal en el momento de la independencia norteamericana, y que por tanto los constituyentes daban por supuesta su licitud, aunque no lo explicitaran en el texto. Era mentira: en realidad, como ha demostrado Ramesh Ponnuru, el aborto fue penalizado por el Derecho inglés desde el siglo XIII, y ciertamente era un delito en la época de la independencia, cuando las familias tenían un promedio de siete u ocho hijos y un tercio de las novias de Nueva Inglaterra se casaban embarazadas. La penalización se hizo cada vez más explícita y severa durante el siglo XIX, en reveladora correlación con los descubrimientos científicos sobre la concepción y la gestación (por ejemplo, el del ovocito por Von Baer en 1827). Y las feministas clásicas fueron apasionadas antiabortistas; por ejemplo, Victoria Woodhull, que en un artículo de 1874 titulado "La matanza de los inocentes" decía:
Los que quieren exculpar la destrucción de una vida según el momento [del desarrollo fetal] en que se produzca se consuelan pensando que no son asesinos, cuando son abortistas.
La concepción de la relación materno-filial que subyacía a Roe vs. Wade (y al abortismo en general) era, como ha explicado O. Carter Snead, aberrante: "Disuelve la relación parental, atomiza y aísla a la madre y el niño, concibiéndolos como extraños enfrentados en un conflicto de suma cero", y atribuye a la mujer "el derecho a ejercer violencia letal para repeler a un intruso". Pero madre e hijo no son realmente extraños enfrentados, sino dos seres en profunda simbiosis, "corporalmente ensamblados, de manera literal, el uno dentro de la otra, estrechamente interdependientes: dos vidas integradas e interrelacionadas hasta un grado que no se da en ninguna otra relación humana".