Lo que verdaderamente cuenta y lo que todo el mundo quiere, es ser feliz
Justo hace un año publicaba un artículo encabezado por una foto similara la de hoy, pero sin el letrero del primer plano. Sí se veía el rótulo luminoso del autobús 56: “Corazón de Jesús”, escrito esta vez en euskera: “Jesusen Bihotza”. Y ofrecía unas reflexiones de carácter trascendente, como me propongo hacerlo ahora.
Esta vez la “chispa” espiritual ha saltado como un cortocircuito o guiño tierra-Cielo, al conectar los dos rótulos. Nada más leer el de Eta zure…, que significa: “¿Y para ti, qué es lo primero?, saltó la chispa; me bastó levantar la mirada, ver la flechita señalando Jesusen Bihotza, y me dije: ¡Esto es lo primero, el Amor del Corazón humano de Dios!, porque ¿hay algo más grande que el amor y su símbolo universal: el corazón? Así, de golpe, la cosa podría sonar cursi, como la respuesta desenfadada y alegre de una chica o un chico adolescentes a quienes hubiésemos preguntado: “¿Y para ti, qué es lo primero”? y hubieran respondido: “¡Jo, tío, vaya pregunta, pues qué va a ser: el amor!” ¿Romanticismos de juventud ignorantes de la vida?
Pues va a ser que no o, mejor, que también, porque no solo el amor humano, sino mucho más el divino, primerísimo de todos, apuntan al amor como lo esencial de nuestra vida. El cristiano hace suyas las palabras de san Pablo cuando afirma que “el Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Y el Catecismo de la Iglesia, en su número 478, prosigue: “Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados (…) ‘es considerado como el principal indicador y símbolo del amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres’ (Pio XII, Enc. Haurietis aquas)”. Ahora, sin olvidar este guiño del Cielo, volvamos a la fase tierra del cortocircuito, que también importa.
Confieso que el letrerito captó mi atención y enseguida pensé: ¿por dónde irá esto de “lo primero”? En la parte inferior ponía: “Te acercamos a lo que importa”, y remitía a una empresa multinacional de telecomunicaciones; tema importante, claro, pero “de tejas abajo”. Con todo, ya que las dos fases de este cortocircuito no están reñidas ni se excluyen, como tampoco lo están el amor humano y el divino, me dije: ¿Aporta algo nuestra inteligencia sobre lo importante y “primero”, más allá del reclamo de esa multinacional? Eterna pregunta que ya se plantearon los filósofos griegos y que, consciente o inconscientemente, se hace todo hijo de vecino: ¿qué debe ser lo primero en mi vida?
En síntesis, la respuesta fue esta: lo que verdaderamente cuenta y lo que todo el mundo quiere, es ser feliz. Después, las concreciones sobre en qué consista la felicidad y los medios para alcanzarla, mucho han variado. Abreviando al máximo, Aristóteles dirá que el concepto de “felicidad” y su realización, requieren que la persona alcance lo más agradable, justo, y mejor de todo, como fin supremo de sus anhelos de amor. Tal plenitud abraza unitariamente las aspiraciones de la cabeza y del corazón, porque somos espíritus encarnados que comprenden verdad y sentimientos; y solo en la unión de los polos del binomio “saberse amados” y “amar”, encontramos felicidad. No en balde, el creyente sabe que la persona humana está marcada por un Amor eterno que pide correspondencia. Bellamente lo expresaba san Juan Pablo IIa los jóvenes kazacos en Astaná:
“Al preparar este viaje, me pregunté qué querrían escuchar del Papa los jóvenes de Kazajstán, qué querrían preguntarle. Conozco a los jóvenes y sé que se interesan por las cuestiones fundamentales. Probablemente la primera pregunta que desearíais hacerme es esta: ‘¿Quién soy yo, en tu opinión, Papa Juan Pablo II, según el Evangelio que anuncias? ¿Cuál es el sentido de mi vida y cuál mi destino?’. Mi respuesta, queridos jóvenes, es sencilla, pero de enorme alcance: Mira, tú eres un pensamiento de Dios, tú eres un latido del corazón de Dios. Afirmar esto es como decir que tú tienes un valor, en cierto sentido, infinito, que cuentas para Dios en tu irrepetible individualidad.” (Astaná, 23-IX-2001)
Quien esté persuadido de esa verdad no sentirá la orfandad de la alegría, compatible con tantos sinsabores de la vida; y comprobará que solo brota en su intimidad, como sugería Rabindranath Tagore: "Buscas la alegría en torno a ti y en el mundo. ¿No sabes que sólo nace en el fondo del corazón?”. Ahí brota, sí, pero pide la correspondencia de quien se sabe amado, como apunta san Josemaría: “Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado” (Surco, 795). Siempre requiere los dos polos del amor −recibir y dar− que, solo si van juntos, evitan el egoísmo de un “yo” solitario, encerrado en sí mismo, fuente de tristeza e infelicidad.
Pensará el lector que este guiño del Cielo nos está llevando lejos y aunque suene bonito, la vida nos hace experimentar sufrimientos y, por tanto, que esto del amor y la felicidad requeriría más explicaciones. Así es, pero no cansaré más al lector y solo ofreceré una última consideración, sirviéndome de un sugerente pensamiento de Viktor Frankl, testigo de los horrores de Auschwitz. En su libro El hombre en busca de sentido nos regala esta perla cuya verdad habremos experimentado más de una vez: «La felicidad es como una mariposa. Cuanto más la persigues, más huye. Pero si vuelves la atención hacia otras cosas, ella viene y suavemente se posa en tu hombro. La felicidad no es una posada en el camino, sino una forma de caminar por la vida”. Resume bien algo de lo ya dicho y señala tres componentes de una felicidad temporal, en camino hacia la definitiva y eterna. Merecen un breve comentario.
Primero: que buscar la felicidad en directo, por ella misma y de modo egoísta, la hace huir como la mariposa de Frankl. Segundo: que el olvido de sí en favor de los demás es lo que nos hace felices. Lo sabemos bien y ya lo dijo Jesús: “Mayor felicidad hay en dar que en recibir” (Hechos de los Apóstoles, 20, 35). Solo entonces la mariposa se posa en el hombro, nuestro corazón lo percibe y, por momentos gustamos de la felicidad. Tercero: porque somos peregrinos hacia la meta de una Felicidad y Amor eternos, no hay apaños ni sustitutivos temporales, como serían esas posadas del camino. La mariposa siempre emprende el vuelo porque toda felicidad, superados sus efímeros momentos terrenos, anhela más y más: la Felicidad y el Amor, con mayúsculas, siempre eternos, en el Corazón de Dios.
Para el creyente, al fin, todo se reduce a esto: saber que un guiño de ese Amor eterno del Cielo, nos ha llamado a la existencia y a la Felicidad. Y que en la travesía del mar de la vida, el navegante que somos cada uno de nosotros, conocerá momentos puntuales de felicidad: aquellos en que nuestros variados amores −el de los esposos entre sí, el de los padres e hijos, el del trabajo profesional y ¡tantos otros!−, sean como un eco y fiel reflejo del guiño eterno del Amor de Dios: el que nos han hecho las tres Personas que nos esperan y se aman en el gozo eterno de su única naturaleza divina.