El norte de la universidad dejó de crear universitarios para priorizar la formación de profesionales.
A pesar de que la universidad parece estar un poco al margen de las aceleradas transformaciones de la vida social, también cambia. Quienes hemos permanecido en ella como docentes tras la etapa estudiantil lo sabemos bien: poco se parece la que conocimos cuando estrenábamos biografía a la que hemos dejado en el momento de la jubilación. Es imposible que uno sea juez imparcial de lo que ha vivido, pero hay cosas que saltan a la vista: hasta principios de los años 70 la universidad española era casi un coto cerrado de los catedráticos, reconocidos como maestros en el mejor de los casos, y como caciques o mandarines en el menos bueno. Era una institución pequeña, marcada por un elitismo fruto de la desigualdad social. A pesar de sus defectos resultaba humana, abarcable. En ella aún era posible la interdisciplinariedad y la formación genérica primaba sobre la profesional. Con el desarrollismo, la explosión demográfica y el cambio de régimen político, aquella vieja academia desapareció en muy pocos años para convertirse en otra muy diferente: enorme, masificada, compartimentada en centros cada vez más volcados sobre sí mismos. El protagonismo de los viejos catedráticos fue suplantado por toda una escala de profesores e investigadores que consiguieron la estabilidad en el empleo por cambiantes mecanismos que sustituyeron al de las oposiciones. Las carreras académicas se fueron haciendo menos aventuradas y más rutinarias, dando lugar a una preocupante endogamia de los claustros. El profesor dejó de ser como antaño un sabio oficial o un líder social, para convertirse en un funcionario de la docencia y la investigación. El norte de la universidad dejó de crear universitarios para priorizar la formación de profesionales. Todo ese panorama también cambió a raíz de la caída dramática de los índices de natalidad (algo que tal vez debiéramos llamar implosión demográfica) y las sucesivas crisis económicas que han erosionado el Estado de Bienestar que presuntamente hemos disfrutado alguna vez. Para abreviar el cuento, el resultado ha sido que tenemos una universidad cada vez más digitalizada, burocratizada, reglamentada y preocupada por la inserción en el mercado de trabajo.
Las cosas, sin embargo, no parecen estar del todo en orden, y se plantea una cuestión harto inquietante: ¿está asegurada la supervivencia de la universidad tras todos estos avatares? Seguramente pervivirá el nombre, pero ¿seguirá siendo reconocible la realidad subyacente? Si se siguen atomizando los centros e hiperespecializando las enseñanzas tal vez tendremos que rebautizarla y llamarla particularidad. Hoy por hoy es cierto que se está superando la sedentarización endogámica, pero empieza a detectarse una tendencia hacia el nomadismo académico, así como el abandono de las seculares tradiciones que hasta ahora habían servido para preservar la identidad del mundo universitario. La gestión de tipo empresarial puede que sirva para cuadrar balances, pero, desde luego, no es la más adecuada para dar prioridad a los fines sobre los medios. La tiranía de las agencias calificadoras, la baremación de todos los procedimientos decisorios y la dictadura burocrático-pedagógica se oponen diametralmente a las nociones de libertad de cátedra y autonomía universitaria.
Desde luego, la digitalización ha llegado para quedarse, mejor dicho, para incrementarse, puesto que, en definitiva, en eso consiste la cuarta revolución industrial en la que estamos plenamente inmersos. En la práctica, esta revolución consiste en transferir a máquinas controladas por inteligencia artificial todo lo rutinario y automatizable. El peligro estriba precisamente en que hemos hecho de la universidad algo cada vez más cargado de rutinas y regido por automatismos, de suerte que, de mantener el mismo rumbo, más pronto que tarde la institución universitaria será algo tan anacrónico y prescindible como las viejas oficinas repletas de chupatintas que pegaban pólizas y estampaban sellos, o como los antiguos talleres donde se realizaban a mano trabajos repetitivos y sin alma. La idea misma de profesión está cambiando y dentro de poco nada tendrá que ver con roles prefijados, sino con la capacidad para la relación social y la asunción de cometidos cambiantes. Sin embargo, en nuestra universidad se sigue enseñando a evadir la responsabilidad personal y acometer trabajos que una máquina puede o podrá muy pronto resolver antes, mejor y más barato. La única universidad capaz de sobrevivir al horizonte que ahora se abre es una que prepare para llevar a cabo las actividades que solo los hombres y las mujeres podemos desarrollar: actividades cuyas claves estén en la creatividad, la interacción personal y el compromiso ético, aspectos que hoy por hoy los responsables de la política universitaria minusvaloran y postergan sistemáticamente.