«En el ambiente –especialmente entre los jóvenes– flota la sospecha de que el mundo, tal como lo conocemos, está llegando a su fin»
En su último libro, Ma vie avec Marx, Alain Minc, sin duda una de las personas mejor informadas de Europa, reivindica abiertamente la ambición teórica del padre del marxismo, esa pasión intelectual que busca denodadamente la manera de llevar la experiencia a la idea para hacerla inteligible, unificando en un concepto claro y distinto, la pluralidad de lo que nos pasa.
Tiene, sin embargo, algo de melancólico esta defensa de la ambición intelectual en un tiempo en el que todos aquellos sofisticados sistemas filosóficos que se levantaron para empalabrar el mundo se han derrumbado, dejando tras de sí una multitud de fragmentos tan inconexos y gastados que no parece que sea posible con ellos ni jugar al rompecabezas. Vivimos el tiempo de saberes fragmentarios y de intelectuales blindados en sus cotos cerrados, zonas académicas de confort, de las que solo salen para firmar de vez en cuando un manifiesto que deje constancia de que, aunque su visión del mundo sea fragmentaria, están decididamente a favor de todo lo bueno y en contra de todo lo malo.
No hay universidad que no ensalce el pensamiento crítico, la creatividad, la innovación disruptiva, etc. al mismo tiempo que va produciendo en sus cadenas de montaje especialistas en serie en los que los perfiles atípicos brillan por su ausencia.
Minc tiene un argumento poderoso para reivindicar a Marx sin ser marxista: el propio Marx no se tenía por tal. Aunque a veces, es cierto, hacia lo posible por mostrarse como un marxista de manual, ha heredado la ambición hegeliana la que empuja a cabalgar a lomos del Espíritu, intentando dar forma a un saber en el que la filosofía, la historia, la economía y la sociología confluyan en la síntesis teórica de la realidad.
Como el mismo Alain Minc repite, no habrá otro Marx. Los fragmentos del marxismo andan de aquí para allá, revueltos con otros muchos fragmentos de otros grandes sistemas del pasado, empujados por el viento de la historia, que nunca avisa a dónde va.
Marx es para Minc el nombre de la añoranza de un ensamblador de fragmentos.
Ahí están los de las ciencias y las tecnologías, cada vez más eficientes, cada vez más innovadoras. Consideradas una a una, nos muestran avances fabulosos, pero, sorprendentemente, si sumamos todos esos innumerables y magníficos progresos parciales, el resultado no nos acaba de dar para un progreso total, con mayúscula, que nos permita encarar con optimismo el futuro. Al contrario, el fenómeno ideológico más singular de nuestro tiempo es el del travestismo del progresismo, que se nos ha hecho timorato y alardea de sus miedos como de un bien moral patrimonial. Steven Pinker ha dado nombre a este estado de ánimo: «Progresofobia». Si algo abunda hoy son los intelectuales empeñados en dotar de argumentos teóricos al pesimismo. Pondré solo tres ejemplos de los muchísimos posibles. La filósofa Deborah Danowski y el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro sostienen que vivimos en el declive de la aventura antropológica (véase su The Ends of the World) y el filósofo francés Jean-Luc Nancy lleva años asegurando que el nuestro es «el tiempo que sabe que puede ser el fin de los tiempos» (L’équivalence des catastrophes aprés Fukushima). Pudiéramos ser «los humanoides postreros», dada nuestra incapacidad para frenar el avance desolador de los cuatro jinetes del apocalipsis: la superpoblación, el agotamiento de recursos, la contaminación y el cambio climático. Hoy deberíamos añadir un quinto jinete: el de la amenaza nuclear. Putin se encarga cada día de recodárnoslo. La ONU habla de «ecoansiedad» y en el ambiente -especialmente entre los jóvenes- flota, insidiosa, la sospecha de que el mundo, tal como lo conocemos, está llegando a su fin. Este pesimismo está tan asentado en las escuelas que forma parte ya de los contenidos curriculares. Las escuelas están sustituyendo la «ideología del progreso» por una imagen pesimista del futuro. Pero lo grave es que, en vez de educar en la serenidad imprescindible para afrontar los problemas graves, los educamos en el miedo al futuro; y vez de ofrecerles conocimientos, los atiborramos de ideología.
Recientemente participé en un debate en el que se me acusó de ser partidario de la destrucción del planeta por reconocer que no entiendo que la asignatura de Historia del arte deba «promover un arte comprometido con el logro de los objetivos de crecimiento sostenible». Por los mismos días, un asesor del gobierno catalán en materia educativa, declaraba a la prensa, sin complejos de ninguna clase, que «la enseñanza obligatoria ha de afrontar los problemas del ciudadano del siglo XXI. Por ejemplo, quizás no haga falta aprender álgebra, porque no sabemos si seremos matemáticos». ¿Pero qué saberes serán necesarios en el fin de los tiempos?
Nuestros programadores del futuro parecen tener clara la respuesta a esta pregunta. Vean la competencia específica número 8 del borrador de matemáticas para la educación primaria: «Desarrollar destrezas sociales, reconociendo y respetando las emociones, las experiencias de los demás y el valor de la diversidad y participando activamente en equipos de trabajo heterogéneos con roles asignados, para construir una identidad positiva como estudiante de matemáticas, fomentar el bienestar personal y crear relaciones saludables».
¿Y cómo ha de evaluar un maestro este propósito tan estrambótico?
Los programadores de la nueva normalidad le dan la respuesta. Si el alumno participa «respetuosamente en el trabajo en equipo, estableciendo relaciones saludables basadas en el respeto, la igualdad y la resolución pacífica de conflictos» y si acepta «la tarea y rol asignado en el trabajo en equipo, cumpliendo con las responsabilidades individuales y contribuyendo a la consecución de los objetivos del grupo», tiene aprobada la competencia específica (sí, «específica») número 8 de matemáticas.
Tiene razón Alain Minc: si al menos tuviéramos la esperanza de un Marx… ¿No decía Marcelino Domingo que la esperanza del Mesías es el Mesías?