Las opiniones no son dogmas. Hay que saber dialogar, razonar, argumentar, deducir, mostrar y demostrar
Dogma, en griego, es el principio indemostrable del que se parte para construir una ciencia. Otra palabra, también griega, para designar algo parecido, es axioma, aunque está ligada a los principios matemáticos indemostrables: por ejemplo, que el todo es mayor que la parte.
Opinión es algo que se tiene por veraz, aunque necesite de argumentación. Demostración es el proceso por el que cual algo se concluye –no siempre necesariamente o al menos unívocamente- de unas premisas que pueden ser axiomáticas o bien deducciones de esos principios indemostrables.
Pues bien, la inmensa mayoría de la ciencia empírica, de las matemáticas, de las convicciones, de los asuntos relacionados con la polis, etc., son, por su propia naturaleza, mejorables: no son, por tanto, dogmas ni axiomas, aunque partan de esos presupuestos. Y si no partieran de tales presupuestos, entonces estaríamos ante una ideología.
En la sociedad de hoy, en la participación pública, se habla axiomáticamente, como si lo que resulta patente para uno, fuera de obligado cumplimiento para el otro. Nada más lejos de la realidad: no son axiomas, sino opiniones. Y las opiniones hay que fundamentarlas, argumentarlas, demostrarlas. Hace tiempo que no veo programas de televisión o radio sobre temas políticos, ni tampoco escucho las ruedas de prensa, sesiones de control del parlamento nacional o autonómico. La razón para mí es clara: se lanzan puyas, se salen por peteneras, se van por los cerros de Úbeda, se insultan, se proclaman soflamas, se emiten juicios intencionales, se malinterpretan las palabras, se vocean lemas, mensajes y eslóganes que responden a consignas de los gerifaltes. Y esto, en el mejor de los casos; porque, a veces, simplemente es una tomadura de pelo: se ignora al adversario o sin más se engaña con enredos y engatusamientos, o se falsea la realidad. La mentira ya no repugna, si es dicha por uno de los nuestros.
Uno podría pensar que todo esto es la realidad que acontece y es difícil que no sea así en el ámbito de lo público. Pues bien, servidor no es de los que consideran que las cosas son así y punto; sino que las cosas deben cambiar. Las opiniones no son dogmas. Hay que saber dialogar, razonar, argumentar, deducir, mostrar y demostrar. Además las cosas no tiene solo un camino: son múltiples y variadas las posibilidades en orden a la acción de un fin noble. Hemos de ser consecuentes y admitir también que no todo en la vida son aciertos, que también cometemos errores.
Me parece que esto es fundamental para que las nuevas generaciones se formen en una mentalidad abierta y democrática: hemos de saber respetar otras opiniones, otras maneras de pensar y de hacer. La censura, o más bien la autocensura, no es buena. Por poner un ejemplo, la ley de la eutanasia que se ha aprobado en España, lo ha hecho por la puerta de atrás: sin contar con la sociedad y omitiendo los cuidados paliativos. Las voces escuchadas al respecto, con argumentación, se han producido fuera del hemiciclo parlamentario; en foros cívicos especializados. Esto es autoritarismo, pensamiento único, o como se le quiera llamar. Lo que induce a pensar que los promotores tienen ideas dogmáticas y axiomáticas al respecto y no cabe la discrepancia.
Sin la legitimidad de la libertad de pensamiento y de acción no cabe la democracia, y el poder deviene en “aquí mando yo y los demás tentetiesos”. Pero así no se consigue la paz ni la justicia, sino que la sociedad, a través de sus teóricos mandamases, se crispa.