“Debemos concentrarnos en crear una igualdad de resultados para todas las personas que parta, precisamente, de que hoy por hoy las personas vivimos con grandes desigualdades y que esas desigualdades deben ser el punto de partida y no de llegada de las leyes”
Aunque muchas personas crean lo contrario, hablar de la igualdad no es nada fácil. Aunque el término -de tanto verlo y usarlo- nos sugiere inmediatamente varias definiciones a primera vista aceptables, si nos detenemos y las escudriñamos utilizando el lente del género, estas definiciones ya no nos parecerán tan lógicas, tan razonables, tan neutras ni, valga la redundancia, tan igualitarias.
Si buscamos en los diccionarios tradicionales veremos que la igualdad se define generalmente como “relación entre dos cosas iguales”. También en las constituciones políticas o cartas fundamentales de nuestros países encontraremos consagrado el principio de igualdad que establece que todas las personas son iguales ante la ley. Ante este principio que postula la igualdad formal tendríamos que preguntarnos: ¿Es ésta garantía suficiente para lograr una igualdad real y efectiva? Si los hombres y las mujeres somos diferentes ¿no habría que tomar en cuenta esas diferencias para hablar de la igualdad? ¿No es precisamente en nombre de esas diferencias que se ha caído en la desigualdad? ¿Qué significa la igualdad desde la perspectiva de género?
La intención de este artículo es compartir uno de los interesantes aportes que Katherine MacKinnon hace en su libro “Feminism unmodified. Discourses on Life and Law” (Mass.:Harvard University Press:1977), los cuales considero elementos novedosos y sugerentes para la discusión de este tema. De la propuesta de esta autora pueden surgir muchas otras ideas enriquecedoras, que contribuyan a remozar y profundizar el significado de la igualdad. Usualmente la igualdad entre los sexos ha sido definida y aceptada como una equivalencia: hombres y mujeres somos iguales y por lo tanto tenemos los mismos derechos y obligaciones. Sin embargo, la existencia de los sexos conlleva diferencias que nos hacen pertenecer al sexo femenino o al masculino. Lo anterior, crea una especie de tensión entre el concepto de igualdad –que presupone semejanza o equivalencia- y el de sexo –que conlleva diferencias mutuas-. Ante esta realidad ¿cómo hablar de la igualdad entre dos sexos que se definen como tales precisamente a partir de sus diferencias? De acuerdo con la autora, tanto la doctrina legal como la moral oficiales han reducido la discusión acerca de la igualdad de la humanidad – es decir, la igualdad de hombres y mujeres- a un asunto de semejanzas y diferencias, abordaje que es “en gran parte responsable de que el principio de igualdad haya sido completamente ineficaz en darnos a las mujeres, debido a una condición de nacimiento, lo que necesitamos: una oportunidad de vida productiva con una seguridad física razonable, con derecho a la expresión propia, a la individualización y a un mínimo de respeto y dignidad”.
Desde la teoría de la semejanza/diferencia, las mujeres nos enfrentamos a dos alternativas para alcanzar la igualdad: la primera de ellas –basada en la semejanza- nos plantea la posibilidad de “ser como los hombres”, o sea, que a partir de lo que en doctrina se denomina como neutralidad de los géneros, debemos pensar en lograr una equivalencia con el patrón único, el hombre varón. Una vez alcanzada esta equivalencia, las mujeres estaremos en situación de igualdad con los hombres. Esta forma de pensar la igualdad es muy generalizada, toda vez que cuando las mujeres reclamamos algún derecho que se nos ha negado o menoscabado –como el derecho a ser electas en puestos de decisión- lo que se piensa es que queremos igualarnos con los hombres usurpándoles sus lugares, cuando en realidad nuestro deseo es el de hacer efectivo el principio de igualdad ejercitando nuestros derechos –en este caso, el de ser electas y de participar en la toma de decisión. Para quienes esta primera alternativa no es satisfactoria, se plantea una segunda posibilidad –basada en la diferencia-: “ser diferente a los hombres”. Reconocer la igualdad en la diferencia es lo que en la práctica legal se denomina la regla de la protección especial y en filosofía la doble moral. Se ha querido “proteger” a las mujeres en nombre de las diferencias, lo que muchas veces redunda, como bien lo afirma Alda Facio (“Cuando el género suena cambios trae”:1993), en una limitación de nuestros derechos humanos. Ejemplo de ello son las disposiciones laborales que protegen a las mujeres embarazadas y madres y que establecen la licencia pre y post natal. A simple vista, este es un gran beneficio que se nos concede como reproductoras de la humanidad. Sin embargo, ese mismo beneficio se convierte en detractor de nuestros derechos humanos, cuando los empleadores prefieren contratar hombres y no mujeres en edad reproductiva o cuando al regreso de la licencia, las mujeres somos despedidas.
Es importante aclarar que desde la teoría de la diferencia ha sido posible incidir en “cómo lograr que las mujeres tengan acceso a todo lo que no han tenido al mismo tiempo que se valora todo lo que son las mujeres o, por lo menos, aquello que se les ha permitido ser y todo lo que han alcanzado como consecuencia de la lucha por no ser excluidas de los distintos aspectos de la vida… Ha logrado que las mujeres tengan mayor acceso a empleos y educación y a actividades dentro de la esfera pública incluyendo las académicas, profesionales, técnicas, así como las atléticas”(MacKinnon: op. cit).
Tampoco hay que perder de vista que desde la teoría de la semejanza/diferencia y la correspondiente neutralidad de los géneros/protección especial que conlleva, las acciones que se emprendan a favor de las mujeres corren el riesgo de ser declaradas inconstitucionales, toda vez que son susceptibles de ser consideradas discriminatorias en contra de los hombres. Ejemplo de esta situación, es la larga lucha que hemos dado las mujeres en muchos de los países latinoamericanos para lograr la aprobación de cuotas de participación política de las mujeres. No fue sino hasta que logramos probar –con toda suerte de malabarismos- que las cuotas son medidas compensatorias, y no discriminatorias en contra de los hombres, que ha sido posible la incorporación de éstas en los procesos electorales. La autora afirma que su preocupación es que se tome esta teoría como si las alternativas comentadas fueran las únicas posibles, sin que nos demos cuenta que nuevamente nos encontramos al hombre varón como medida de todas las cosas. Tanto bajo el patrón de la semejanza como bajo el patrón de la diferencia, a las mujeres se nos define con base en nuestra correspondencia o no correspondencia con el parámetro masculino. Existe, pues, un doble patrón. Es como si oyéramos una canción cuyo tema principal dice “somos iguales, somos iguales somos iguales” y enseguida el coro agrega “pero somos diferentes, somos diferentes, somos diferentes”. Seguir abordando la cuestión de la igualdad desde la semejanza/diferencia es –de acuerdo con MacKinnon- pedir que se nos trate igual cuando somos iguales y diferentes cuando somos diferentes.
¿Cómo abordar el asunto de la igualdad? ¿Cómo trascender el principio de igualdad formal para que sea efectivo y real para hombres y mujeres? La propuesta de esta autora parte de aquello que no ha sido tomado en cuenta por la teoría de la semejanza/diferencia. En ese sentido, lo que el patrón de la semejanza no ha considerado es que existe un punto donde verdaderamente se da la igualdad, o sea, aquel en el que las diferencias de las mujeres con los hombres son iguales a las de los hombres con las mujeres. Tan diferentes somos las unas como los otros, sin que medie un patrón de referencia único. Por su lado, lo que no toma en cuenta el patrón de la diferencia es que los géneros no son construidos socialmente con el fin de que sean iguales o gocen de igualdad; existe una jerarquía en el poder que se otorga a los géneros que produce diferencias reales que son desigualdades. En otras palabras, mujeres y hombres somos igualmente diferentes pero no igualmente poderosos/as.
Tomar en cuenta esto último nos permite abordar el tema de la igualdad más allá de las semejanzas y las diferencias al introducirle una nueva variable: las relaciones de poder. La historia se ha construido –alega la autora- a partir de aquel primer día en que se estableció el dominio, probablemente a la fuerza, ya que el segundo día la division conforme a ese dominio estaba firmemente arraigada; para el tercer día las diferencias estaban bien demarcadas entre quienes tenían el poder y, por ello, los privilegios y beneficios y quienes no.
MacKinnon llama a esta propuesta la “teoría en razón del dominio” y la define como un abordaje crítico a la realidad, cuyo objetivo no es elaborar leyes que se conformen a la realidad sino, ante todo, evidenciar los abusos de que hemos sido objeto las mujeres en razón de nuestro sexo/género: la feminización de la pobreza, la violencia de género, el trabajo mal remunerado, la pornografía, entre otros. Propone establecer un nuevo concepto de igualdad tomando como punto de partida esa realidad que ha sido silenciada debido a que las víctimas mayoritarias de la discriminación hemos sido las mujeres.
Es importante recordar que el género –construcción cultural que establece lo que socialmente se considera masculino o femenino- es también una cuestión de poder, de la supremacía masculina y la subordinación femenina. Si el género fuera una cuestión sólo de diferencias, la desigualdad sexual sería un problema de pertenencia a uno u otro sexo y no de dominio sistemático de unos sobre otras. El principio de igualdad no puede abstraerse a esta realidad.
Como bien lo afirma Alda Facio (Ponencia “ De qué igualdad se trata”:1995) el énfasis no debería estar en tratar de saber cuáles diferencias entre hombres y mujeres son reales y cuáles son falsas ni cuáles son biológicas o construidas por el género, sino que “debemos concentrarnos en crear una igualdad de resultados para todas las personas que parta, precisamente, de que hoy por hoy las personas vivimos con grandes desigualdades y que esas desigualdades deben ser el punto de partida y no de llegada de las leyes”. Llenar de contenido real el principio de igualdad debe ser un reto que dé como resultado la construcción de una sociedad más justa e igualitaria basada en relaciones simétricas entre hombres y mujeres. El verdadero sentido de este principio no es el de servir de freno a las acciones tendientes a hacer valer los derechos de las mujeres, que – según algunos- son innecesarias debido a que la igualdad ya está formalmente enunciada. Desde la perspectiva de género, la igualdad requiere de la deconstrucción personal y colectiva de la socialización patriarcal y del reconocimiento de los derechos de las mujeres como Derechos Humanos.