Habitualmente nos resistimos a creer. Nos puede la duda, el pesimismo. El miedo nos paraliza
De pequeño procuraba no perderme la celebración de la Vigilia Pascual en la noche del Sábado Santo. Lo que más me gustaba era la ceremonia de la bendición del fuego y del cirio pascual. El fuego, en medio de la noche, alumbra y da calor. El sacristán hacía saltar la chispa del chisquero que prendía la mecha y hacía arder el fuego nuevo. Un simbolismo sobre el origen del mundo que, según el relato de la Biblia, estaba sumido en tinieblas y caos hasta que Dios hizo la luz.
El celebrante al bendecir el cirio dice; “Cristo ayer y hoy, principio y fin, Alfa y Omega. Suyo es el tiempo, y la eternidad. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén”. El mundo se recrea al recibir la luz del Resucitado. De este gran cirio van prendiendo las candelas de los fieles y, así, poco a poco se va iluminando la nave de la iglesia. Los cristianos, portadores de la luz de Cristo, iluminan la sociedad.
En este mismo sábado de gloria tiene lugar una preciosa ceremonia en el Santo Sepulcro de Jerusalén. La capilla, una vez comprobado que está vacía, ha sido clausurada por la mañana con un sello de cera y miel. Por la tarde el Patriarca ortodoxo griego, acompañado por el Patriarca armenio como testigo, entra en el lugar donde está la Tumba vacía de Cristo y recita unas oraciones para que venga el Fuego que prende las dos antorchas que porta.
A la salida distribuye este Fuego Sagrado entre los asistentes y es llevado al aeropuerto de Tel Aviv. De allí parte en avión hacia las diversas iglesias ortodoxas que lo utilizaran en la Vigilia Pascual. El fuego nuevo y la nueva luz proceden del Resucitado.
“Entonces entró también el otro discípulo que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó. No entendían aún la Escritura según la cual era preciso que resucitara de entre los muertos”. Esto, que les sucedía a los apóstoles, nos pasa también a nosotros: no entendemos que tenemos que resucitar, que podemos resucitar, que hay un fuego nuevo que puede purificarnos.
En el día de Pascua la muerte ha sido vencida. El sepulcro está vacío, la tristeza se vierte en gozo, el bien triunfa sobre el mal. La Pascua es fuente de esperanza, de alegría, de vida nueva. Cuando Cristo resucitado se presente a sus discípulos les saludará ofreciéndoles la paz: “Paz a vosotros”. Con su presencia luminosa vence las tinieblas que se han apoderado de sus ánimos. Habitualmente nos resistimos a creer. Nos puede la duda, el pesimismo. El miedo nos paraliza. Dejamos que el mal campe por sus fueros y nuestra única respuesta es el lamento estéril.
Las tristes imágenes de la guerra de Ucrania dejan un negro poso en nuestros corazones. Ver cómo sufren los inocentes, cómo el mal se abre camino, lo que nos cuesta mejorar… puede matar la esperanza, puede hacernos cínicos, endurecer el corazón. Por esto nos viene muy bien creer en la Pascua, empaparnos de esa lógica nueva y divina que es un canto a la esperanza. La gran aportación que podemos hacer los creyentes al mundo es ésta: se puede, hay esperanza, hay bondad, creemos en el bien. El mal será vencido.
Así reaccionaron los discípulos y dejaron atrás su cobardía y poquedad de ánimo. Fueron testigos de la resurrección del Señor, transmitieron al mundo sus enseñanzas, con el poder que recibieron de Él hicieron milagros. Cambiaron el mundo. Aportaron al imperio romano los valores cristianos: dignidad y grandeza de todas las personas, igualdad, fraternidad y solidaridad, respeto a la vida, cuidado de los débiles, libertad y justicia, amor.
Recientemente el Papa nos ha dicho: “La paz que Jesús nos da en Pascua no es la paz que sigue las estrategias del mundo, que cree obtenerla por la fuerza, con las conquistas y con varias formas de imposición. Esta paz, en realidad, es solo un intervalo entre las guerras: lo sabemos bien”.
“La paz del Señor sigue el camino de la mansedumbre y de la cruz: es hacerse cargo de los otros. Cristo, de hecho, ha tomado sobre sí nuestro mal, nuestro pecado y nuestra muerte. Ha tomado consigo todo esto. Así nos ha liberado. Él ha pagado por nosotros. Su paz no es fruto de algún acuerdo, sino que nace del don de sí”.
Dejemos que Cristo ilumine nuestra vida, dejemos que su cercanía nos transforme. Si estamos cerca de Él, la fuerza de la Resurrección nos alcanzará, hará de nosotros criaturas nuevas, portadores de paz. Tratemos con respeto a todos, no impongamos nuestras ideas y modos de ser. Busquemos la paz interior rectificando lo que tengamos que rectificar, asumamos nuestros errores y pecados. Pidamos perdón y seamos generosos perdonando. Resucitemos con Cristo y seremos luz y paz para el mundo.