Descalificar al oponente político, encasillarle y despreciarle no es señal de inteligencia
Me llama la atención ver las múltiples reacciones ante el covid-19 entre mis amigos. Como es lógico los aprecio y valoro y los tengo de diversas opiniones: negacionistas, hiper asustados, cuidadosos, cumplidores de todas las normas, de los que las viven con relajamiento… Incluso se dan variantes en una misma familia. Ya se ve que cada cual tiene sus ideas y, aunque la opinión pública es bastante unitaria, hay quien se sustrae a ella.
Aunque pueda escandalizar, esta variedad me parece sana. Cuando los dogmas están mal vistos, se defienden las minorías −al menos sobre el papel−. Somos muy amigos de la libertad, pero veo mucha intransigencia, falta de respeto ante los que tienen un pensamiento distinto. La modernidad, o la postmodernidad, tiene el peligro de ser dictatorial: todos cortados con el mismo patrón. El que se mueve no sale en la foto.
Enseña san Pablo en la epístola de hoy: “El cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo. Si el pie dijera: No soy mano, luego no formo parte del cuerpo, ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el oído dijera: No soy ojo, luego no formo parte del cuerpo, ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿cómo oiría? Si el cuerpo entero fuera oído, ¿cómo olería? Pues bien, Dios distribuyó el cuerpo y cada uno de los miembros como él quiso. Si todos fueran un mismo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo?” Es un hombre de Dios quien, con un gran sentido común, nos hace ver que la variedad no va en detrimento de la unidad.
Esto no es dar pábulo al relativismo. Creo en la verdad, también pienso que hay cosas mejores que otras, pero es cierto que las podemos considerar desde aspectos distintos, con más o menos cercanía o claridad. Un sano disenso es enriquecedor. También debemos respetar los tiempos, los gustos de los otros. Dar tiempo, confiar en su buena voluntad y en su inteligencia. La verdad se acaba abriendo camino en un ambiente de libertad.
Más que imponer nuestros puntos de vista, nuestros ideales, si estamos convencidos de su valía, de su razón, expongámoslos con tranquilidad, con serenidad y ya los verán. De lo contrario podemos caer en la tiranía, ser unos dictadores que exigen una fiel sumisión a los suyos y animan a imponer sus ideales a los otros. Esta actitud se puede dar en varios ambientes: familiar, religioso, cultural, laboral o político. Para salvar la unidad familiar debemos tener en cuenta a los otros. El famoso “en mi casa mando yo” es una caricatura simpática, pero, si me la tomo en serio, me pueden dejar solo en casa. En un hogar todos aportan, todos son necesarios y los diversos modos de ser enriquecen.
Convivir es rozarse, que puede ser para bien o no, depende de cómo se lleve. Cuando surgen problemas conyugales es muy fácil echar la culpa al otro, la realidad es que la suelen tener los dos. Con una actitud abierta, comprensiva, de respeto se puede reconstruir la unidad, tan necesaria para la vida propia y la de los hijos. También sabemos que un miembro puede enfermar, pero también sanar. Perdón y esperanza son ingredientes necesarios para esta sanación.
En el ámbito del ecumenismo, afirmaba la doctora Jutta Burggraf que no se podía dejar de lado la verdad, pero que ese camino exigía la conversión: “No podemos acercarnos unos a otros sin una profunda conversión interior, sin buscar cada uno vivir en intimidad con Cristo. Es en Él donde nos uniremos algún día”. Su libro sobre esta materia tiene un título muy significativo Conocerse y comprenderse. Una introducción al ecumenismo.
Descalificar al oponente político, encasillarle y despreciarle no es señal de inteligencia, tampoco de buscar el bien común. Desgraciadamente, estamos acostumbrados a estos estereotipos. Una nación no puede ir al capricho de los partidos que la gobiernen. Los ciudadanos se merecen más respeto, un servicio leal y comprometido con el bien común. Un consenso en temas fundamentales como son la familia, la educación, la salud; una búsqueda de los valores, en fin, un poco de sentido común. Es muy difícil que el otro lo haga todo mal, y que lo bueno para el pueblo sea solamente lo que pienso yo; como si millones y millones de personas fueran tontas.
La unidad es necesaria para la vida, pero no la uniformidad. Merece nuestro esfuerzo por conseguirla. En palabras de Mons. Fernando Ocáriz: “¡Qué bueno es cuidar con pequeños detalles cotidianos esta unidad! A veces tendremos que ceder en gustos o ideas propias, legítimas, pero nos servirá recordar que “el todo es más que las partes” (Francisco, Evangelii gaudium, n. 235); la unidad es un valor más importante que tantas otras cosas, precisamente porque es condición de vida”.