Discurso del Papa a la Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe
Señores Cardenales, queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, queridos hermanos y hermanas, me alegra recibiros al término de los trabajos de vuestra Asamblea Plenaria. Agradezco al Prefecto su introducción y os saludo a todos, Superiores, Oficiales y Miembros de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Renuevo mi agradecimiento por vuestro precioso servicio a la Iglesia universal, al promover y tutelar la integridad de la doctrina católica sobre la fe y la moral. Integridad fecunda.
En esta ocasión, quería compartir con vosotros algunas reflexiones reuniéndolas en torno a tres palabras: dignidad, discernimiento y fe.
La primera palabra: dignidad. Como escribí al inicio de la Encíclica Fratelli tutti, es mi gran deseo «que, en esta época que nos toca vivir, reconociendo la dignidad de cada persona humana, podamos hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad» (n. 8). Si la fraternidad es el destino que el Creador ha diseñado para el camino de la humanidad, la senda principal es la del reconocimiento de la dignidad de toda persona humana.
En nuestra época, sin embargo, marcada por tantas tensiones sociales, políticas e incluso sanitarias, crece la tentación de considerar al otro como extraño o enemigo, negándole una real dignidad. Por eso, especialmente en este tiempo, estamos llamados a reclamar, «con ocasión y sin ella» (2Tm 4, 2), y siguiendo fielmente una bimilenaria enseñanza eclesial, que la dignidad de cada ser humano tiene un carácter intrínseco y vale desde el momento de su concepción hasta su muerte natural. Precisamente la afirmación de tal dignidad es el presupuesto irrenunciable para la tutela de una existencia personal y social, y también la condición necesaria para que la fraternidad y la amistad social puedan realizarse entre todos los pueblos de la tierra.
La Iglesia, desde el inicio de su misión, siempre ha proclamado y promovido el valor intangible de la dignidad humana. El hombre es de hecho la obra maestra de la creación: es querido y amado por Dios como compañero de sus designios eternos, y por su salvación Jesús dio su vida hasta morir en la cruz por cada hombre, por cada uno de nosotros. Os agradezco, pues, la reflexión que habéis iniciado sobre el valor de la dignidad humana, teniendo en cuenta los desafíos que la realidad actual plantea al respecto.
La segunda palabra es discernimiento. Hoy se pide cada vez más a los creyentes el arte del discernimiento. En el cambio de época que atravesamos, mientras por un lado los creyentes se encuentran ante cuestiones inéditas y complejas, por otro crece una necesidad de espiritualidad que no siempre encuentra su punto de referencia en el Evangelio. Así sucede que no pocas veces tenemos que tratar con presuntos fenómenos sobrenaturales, para los que el pueblo de Dios debe recibir indicaciones seguras y sólidas.
El ejercicio del discernimiento encuentra además un ámbito de necesaria aplicación en la lucha contra los abusos de todo tipo. La Iglesia, con la ayuda de Dios, persigue con firmeza el compromiso de hacer justicia a las víctimas de abusos por parte de sus miembros, aplicando con particular atención y rigor la legislación canónica prevista. En este sentido, recientemente procedí a actualizar las Normas sobre los delitos reservados a la Congregación para la Doctrina de la Fe, con el deseo de hacer más eficaz la acción judicial. Esto por sí solo no puede bastar para frenar el fenómeno, pero constituye un paso necesario para restaurar la justicia, reparar el escándalo y enmendar al infractor.
Un compromiso similar de discernimiento se expresa también en otro campo del que os ocupáis a diario: la disolución del vínculo matrimonial in favorm fidei. Cuando, en virtud de la potestad petrina, la Iglesia concede la disolución de un vínculo matrimonial no sacramental, no se trata sólo de poner fin canónicamente a un matrimonio, que ya ha fracasado de hecho, sino, en realidad, por medio de este acto eminentemente pastoral, pretendo siempre favorecer la fe católica –in favorm fidei!– en la nueva unión y en la familia, de la que ese nuevo matrimonio será el núcleo.
Y aquí también me gustaría centrarme en la necesidad de discernimiento en el proceso sinodal. Algunos pueden pensar que el camino sinodal es escuchar a todos, hacer una encuesta y dar resultados. Tantos votos, tantos votos, tantos votos… No. Un camino sinodal sin discernimiento no es un camino sinodal. Es necesario –en el proceso sinodal– discernir continuamente opiniones, puntos de vista, reflexiones. No se puede ir por el camino sinodal sin discernir. Este discernimiento es lo que hará del Sínodo un verdadero Sínodo, cuyo personaje más importante –por así decirlo– es el Espíritu Santo, y no un parlamento o una encuesta de opiniones que puedan hacer los medios de comunicación. Por eso recalco: es importante el discernimiento en el proceso sinodal.
La última palabra es fe. Vuestra Congregación está llamada no sólo a defender sino también a promover la fe. Sin fe, la presencia de los creyentes en el mundo se reduciría a la de una agencia humanitaria. La fe debe ser el corazón de la vida y de la acción de todo bautizado. Y no una fe genérica o vaga, como si fuera un vino aguado que pierde valor; sino una fe genuina, sincera, como la quiere el Señor cuando dice a los discípulos: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza...” (Lc 17, 6). Por eso, nunca debemos olvidar que «una fe que no nos pone en crisis es una fe en crisis; una fe que no nos hace crecer es una fe que debe crecer; una fe que no nos interpela es una fe sobre la que debemos interrogarnos; una fe que no nos anima es una fe que debe ser animada; una fe que no nos trastorna es una fe que hay que trastornar» (Discurso a la Curia romana, 21-XII-2017).
No nos contentemos con una fe tibia, rutinaria, de manual. Colaboremos con el Espíritu Santo y colaboremos entre nosotros para que el fuego que Jesús vino a traer al mundo siga ardiendo e inflamando los corazones de todos.
Queridísimos, os agradezco mucho vuestro trabajo y os animo a seguir adelante con la ayuda del Señor. Y por favor, no olvidéis de rezar por mí. Gracias.