En torno a la sentencia del TC español sobre matrimonio entre personas del mismo sexo
ZENIT.org
Queriendo amparar “los derechos de todos” (en realidad, de una minoría), lo que sucede es que se conculcan los derechos de la mayoría, que de la noche a la mañana ve expropiada la nota de la heterosexualidad del matrimonio que celebraron
Hace años los expertos se preguntaban de dónde venía el matrimonio. Los juristas de hoy nos preguntamos, no de dónde viene, sino a dónde va. Y es que el modelo matrimonial bimilenario de Occidente hace ya unas décadas que comenzó a ser estudiado con ojos de criminalista. Intrépidos jueces instructores han convertido el pasado en un proceso judicial, acusando a la fórmula matrimonial natural de cierto subdesarrollo jurídico y político.
Después de vaciada la nota de estabilidad a través del llamado “divorcio al vapor”, debilitada la finalidad procreativa del matrimonio por la denominada “medicalización de la sexualidad” vía píldora, o alterada la nota de “formalidad” a través de la desformalización formalizadora en que se han instalado las uniones de hecho, los vientos de fronda han soplado tempestuosos contra la nota de heterosexualidad.
En esta línea inquisitorial se ha instalado el TC español, al sentar una extraña interpretación evolutiva de la institución matrimonial que justifica, constitucionalmente, la regulación legislativa de los matrimonios entre personas del mismo sexo. Es razonable que el portavoz de la Santa Sede se haya referido a esta sentencia como “preocupante”. Y es que, por decirlo en palabras de uno de los jueces en su voto concurrente, hace decir a la Constitución española «lo contrario a lo que dice», de modo que «ya no se interpreta la Constitución, sino que se cambia».
Por expresarlo con palabras del magistrado Ollero en su voto particular: lo que ha hecho el TC es —sin reformar la Constitución— crear una «nueva institución». Es decir, el TC español en una pirueta sorprendente, ha convertido el matrimonio en un fenómeno exclusivamente sociológico en el que su regulación jurídica esencial necesariamente ha de adaptarse no a lo que es, sino a cómo dicen que es determinadas visiones sociológicas conectadas con minorías más o menos estridentes. Con lo cual se produce una recusable distorsión del término matrimonio, vaciándolo de cualquier referencia estructural o sustantiva. Algo así como decir que el contrato de compraventa abarca no solamente la venta de cosa por precio, sino también el cambio de cosa por cosa, vaciando de sentido la permuta y la propia compraventa. Con razón, en el voto particular del magistrado González Rivas, se lee que una interpretación evolutiva rigurosa debe «respetar la esencia de las instituciones jurídicas».
La Constitución no es una especie de “novela por entregas”, en la que los constituyentes escribieron el primer capítulo y los jueces posteriores alteran ese basamento para escribir nuevos capítulos que hagan irreconocible el primero. Su misión —como dice Burt Neuborne— es observarla a través del prisma de interpretaciones (no creaciones) judiciales que le proporcionan la matriz intelectual para la resolución del caso propuesto. Y cuando una determinada Constitución envejece, el remedio es su modificación vía legislativa, no jurisprudencial. El secreto, por ejemplo, de la vigencia de la Constitución norteamericana ha sido su reforma a través del procedimiento de enmiendas, que han ido inyectando nueva y joven sangre constitucional en el viejo torrente circulatorio.
Partiendo de la antigua metáfora anglosajona del “árbol vivo” (cuyo verdadero sentido ha matizado profundamente, por ejemplo, el Tribunal Supremo estadounidense) el TC llega a la conclusión de que la ley “del matrimonio homosexual” no “desnaturaliza” esta institución, proponiendo como definición del matrimonio la de “comunidad de afecto que genera un vínculo o sociedad de ayuda mutua entre dos personas que poseen idéntica posición en el seno de esta institución”.
Pero esa fórmula, que elude cuidadosamente toda referencia a la procreación, es una verdadera pirueta jurídica (“filigrana”, le llama el vicepresidente del TC en su voto particular), que dinamita todos los puentes por los que durante miles de años ha transitado la unión matrimonial. Queriendo amparar “los derechos de todos” (en realidad, de una minoría), lo que sucede es que se conculcan los derechos de la mayoría, que de la noche a la mañana ve expropiada la nota de la heterosexualidad del matrimonio que celebraron.
Ocurre, me parece, con la heterosexualidad del matrimonio algo parecido a lo que sucede con su nota de monogamia. Cuando, por ejemplo, en el caso Reynolds, el TS de EE.UU. impuso a los mormones la aceptación de la monogamia matrimonial, no aceptó el argumento de que “el Estado no debe inmiscuirse en las preferencias sexuales de sus ciudadanos”. Al contrario, el TS entendió que la nota de la monogamia pertenece a los rasgos identificativos de la unión matrimonial en la civilización y el Derecho europeo-americano, desechando la poligamia como fórmula válida de expansión de la fórmula del matrimonio natural.
Savigny observaba que hay que andarse con extremo cuidado cuando aplicamos el bisturí a nuestras instituciones jurídicas, porque muy fácilmente podríamos atacar en carne viva, y contraer así la más grave responsabilidad para el porvenir. Eso es lo que ha hecho el TC español en su sentencia sobre la constitucionalidad de la legislación española sobre matrimonio entre personas del mismo sexo: causar una profunda herida en el tejido social, y alterando —por el voto de un grupo de magistrados designados, pero no elegidos democráticamente— el habitat ecológico-moral del más delicado punto de sutura entre sociedad y derecho, es decir, el matrimonio.
Rafael Navarro-Valls, de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España