En su intervención Niceto Alcalá Zamora expone: ¿Y ahora para concluir: dicen que no son tristes las despedidas; dile a quien te lo dijo que se despida?
Todavía hace unas semanas, los caminos y carreteras del estado de Durango, y seguramente de buena parte de la República, eran cruzados por todo tipo de automóviles de marcas diversas, pero con un distintivo común: un moño rojo al frente del vehículo. Eran los paisanos que procedentes de la Unión Americana venían unos a pasar la Navidad; otros a visitar las tumbas de sus parientes, algunos a los tamales y los buñuelos, muchos a ¿chupar? y los más a recordar días pasados, cuando en sus comunidades soñaban con buscar mejores horizontes en ?el otro lado?; hacer fortuna y retornar para emprender un negocio o cultivar en grande las parcelas y afincarse definitivamente en su país. Ese fenómeno recurrente lo observamos año con año, pero también vemos cómo pasada la euforia decembrina, en las casas otrora alegres reina la desolación, la soledad, la tristeza, la nostalgia. Como vinieron se fueron. Los patios y los corrales son invadidos por la basura, producto de los paquetes que adornaban los regalos traídos; por los residuos de comida, y eso sí, botellas de licor y latas de cerveza por doquier, vaciadas por las gargantas de los visitantes que entusiasmados platicaban a los de aquí de sus aventuras; de los enfrentamientos con los ¿bolillos?, con los mayordomos y con los patrones durante años.
Pero? ¿se fueron para no volver? Existe una conseja pueblerina que enseña que todo buen cristiano tarde o temprano regresa al lugar donde ¿está enterrado su ombligo? y que lo hará ande donde ande; que lo perseguirá el llamado de la tierra y la voz de su pueblo que lo reclama para reenergizarlo y con mayores bríos prosiga en la conquista del mundo. Todo parece indicar que aquel aserto es verídico, pues usted se habrá encontrado personas que hace décadas no veía y repentinamente transitan por esas calles de Dios. Un buen amigo de Guadalupe Victoria me platicó que recientemente visitó un poblado de ese precioso municipio una señora. Al encontrárselo le preguntó si no la recordaba. Sin pensarlo, con sinceridad le dijo que no. Le dio su nombre, pero mi paisano siguió sin saber de quién se trataba, hasta que le enumeró a sus familiares, muchos de los cuales ya murieron. Ella, desde que era pequeña, salió de la localidad. Durante mucho tiempo abrigó la esperanza de regresar, hasta que finalmente su anhelo se cumplió y junto con él uno de sus deseos, acariciado durante su larga ausencia: columpiarse de un frondoso árbol, que se yergue a la vera del arroyo de la población, lo cual hizo muchas veces en su tierna edad.
Todo lo anterior viene a cuento a propósito de la lectura del libro Derecho Procesal en serio y en broma, del tratadista Niceto Alcalá Zamora y Castillo, quien formara parte de los refugiados españoles y que junto con muchos otros juristas enriquecieron el derecho mexicano y también otras áreas del saber. En las palabras escritas por el licenciado Francisco García Jimeno, rector de la Escuela Libre de Derecho, le dice: ¿El maestro, después de treinta años de hallarse entre nosotros, retorna definitivamente a su nativa España. Larga estadía que ha hecho fecunda su infatigable labor al servicio de México?. Precioso, pero no menos melancólico adiós. En su intervención Niceto Alcalá expone: ¿Y ahora para concluir: dicen que no son tristes las despedidas; dile a quien te lo dijo que se despida?; y narra una anécdota que describe la eterna añoranza de todo ser humano y en forma particular de aquellos que por una u otra razón anda fuera de su suelo y su perenne deseo de regresar al mismo antes de que su vida se apague. Menciona que en el año de 1928, con motivo de un crucero que realizó por el Mediterráneo, llegó a la Isla de Rodas y subió a un coche tirado por caballos para recorrer la ciudad. Cuando el cochero se puso en marcha, un muchacho de entre ocho y diez años se acercó a conversar con éste, que era su padre, en un diáfano castellano del siglo XV. El maestro, gratamente sorprendido (él era español), interpeló a aquel respecto de su origen. El hombre, que seguramente era analfabeto y que ante un mapa quizá no localizaría España, le hizo saber que no era de Rodas, sino de Ávila de Caballeros, ¿la ciudad con murallas de ensueño, la tierra de Santa Teresa y su paisano San Juan de la Cruz?, datos de los cuales seguramente no sabía nada como tampoco de la madre patria. Lo único que dominaba aquel caballero era el idioma. Tan es así que, como ya quedó anotado, dialogaba con una inusitada fluidez y en la misma lengua le platicó que en su casa de Rodas guardaba como una reliquia, pensando en un quimérico retorno, la llave -gigantesca- de su casa de Ávila, transmitida de generación en generación a lo largo de más de cuatrocientos años. ¿Cuántas llaves, propiedad de duranguenses, no estarán guardadas allende las fronteras?