Hogar, el punto de retorno, hacia donde siempre podemos volver y necesitamos volver cuando salimos al mundo.
Me veo a mí mismo, algunos años atrás, mirando una familia. Unos padres y sus dos, tres o más hijos, con una peculiaridad: uno de ellos padece alguna discapacidad grave, retraso mental profundo, deformidad física. Me veo mirando con cierta intensidad, preguntándome qué tiene ese niño o niña, qué puede hacer y qué no, cómo vivirá, pero sobre todo cómo vivirán ese hijo sus padres. Hay un aire de misticismo en el ambiente, y si tengo ocasión de saludar a estos –algún amigo común nos presenta– lo hago como si estuviera ante personas–tabú, sagradas. Escucho atentamente, intento hablar poco, marginarme para dejar en primer plano a estos seres de luz. Y luego están esas frases típicas que nos decimos entre nosotros cuando ya se han ido: «Qué admirable, no sé cómo lo hacen»; «Nosotros no podríamos»; «Dios pide según lo que podemos dar».
Hoy estuvimos en casa preparando el nido, como dice mi mujer, clasificando ropa para la niña que está por nacer. Nos dimos cuenta de que no tenemos bodies, todos tienen un agujero en el medio, a la altura del botón de la gastrostomía. Juan, el hermano que llegó dos años antes que ella, nació con uno de esos síndromes raros e impronunciables. Es decir, llevamos dos años siendo de esos padres que uno mira desde una prudente distancia. Y hoy puedo decir que, desde dentro, la burbuja mística ha reventado y lo que hay es una familia como las de toda la vida. Es verdad que se han introducido dinámicas nuevas, estadías de hospital, sondas y jeringas, terapias y largas noches. Pero la cotidianidad ha naturalizado todo esto y en cuanto a los padres, a mí al menos, confieso que no he tenido ninguna epifanía, ningún halo de santidad ha descendido misteriosamente para envolverme y elevarme a una nueva categoría de lo humano. Sigo siendo el mismo sujeto que lidia con sus mediocridades, si acaso algo menos de pelo y una barriga más pronunciada. No voy a negar la acción de la gracia, porque las dificultades son reales, pero esta tiene un rostro perfectamente definido: el hijo. El hijo que llegó con la angustia del no saber es el que trajo el consuelo, uno tan grande que desborda todas las previsiones y cálculos.
Actualmente hay una discusión académica sobre el hallazgo de 65 individuos pertenecientes al paleolítico medio y superior que presentan 77 patologías. Los estudiosos no se explican que individuos incapaces de valerse por sí mismos fueran capaces de sobrevivir hasta alcanzar en muchos casos la edad adulta. No entienden cómo comunidades pequeñas, en medio de durísimas condiciones de vida, cuidaran, alimentaran o incluso transportaran enfermos, tullidos, personas absolutamente dependientes. Materialmente suponen una carga en una situación donde lo material escasea. También hoy es esa la gran imagen que nos asalta: una enorme carga. Pero hay cargas y cargas, y tal vez se cumpla aquí aquella paradoja del Evangelio, donde la carga se transforma en suave y ligera.
Higinio Marin en su Breve antropología de los modales señala la conexión entre el fuego del hogar y los débiles. Mientras el grupo cazaba, los impedidos guardan el fuego: «Ponerlos a salvo a ellos no solo era en cierta medida el fin de cuanto se hacía, sino que al procurarlo la civilización humana se edificaba como una singularidad en el contexto de las formas de vida animales: los débiles e impedidos comían sin tener que esperar a que los más fuertes se saciaran». En el hombre se revierte la jerarquía que predomina en el reino animal: el más fuerte aguarda a que se alimenten los más débiles.
Hogar, el punto de retorno, hacia donde siempre podemos volver y necesitamos volver cuando salimos al mundo.
Me gusta esta imagen del fuego del hogar para definir lo peculiar que introduce la discapacidad en la familia, por lo demás, similar a todas las demás. El fuego que calienta, cocina, congrega sigue ocupando el centro del espacio que habita la familia. Es la mesa donde todos nos miramos a los ojos y nos alimentamos. Hogar, el punto de retorno, hacia donde siempre podemos volver y necesitamos volver cuando salimos al mundo. Porque allí nos esperan. Y en la mesa, donde se reintegra el todo–familiar disperso, de forma accidental pero significativa, quien ocupa el cabecero, presidiéndolo, es Juan. La ternura que él acepta, siempre, cada día de sus padres y hermanos que lo besan al salir y al llegar, constituye el rito regenerador de todos. Él, la carga, deviene en fuente de agua viva, en fuego del hogar. ¿Qué misterio es este, donde los desamparados son los que cuidan de nosotros, los que necesitan consuelo los que lo dan, y los pequeños los más grandes en el Reino de los cielos?