Ante el aumento de las crisis en la vida matrimonial hay que plantearse qué dificultades provienen de la cultura, cuál de las costumbres, cuál de la falta de conocimiento o de la falta de capacidad de disponer de sí mismo para el acto de don y aceptación nupcial
La Iglesia considera el matrimonio como un camino vocacional de santidad, que cuenta con los dones de Dios adecuados a su misión propia, y confía en la libertad y responsabilidad de la persona —del fiel— y en la acción de la gracia. Por eso, desde la fe, las dificultades de la convivencia conyugal pertenecen al cúmulo de circunstancias que pueden y deben contribuir a la santificación, como también las alegrías o el sufrimiento, los éxitos o las contrariedades. Cuando surgen estas situaciones, la Iglesia procura ayudar a los esposos, con la colaboración de todos “para que el estado matrimonial se mantenga en el espíritu cristiano y progrese hacia la perfección” (Código de Derecho Canónico, c. 1063).
La fe y las crisis matrimoniales
Si se presenta, la crisis del matrimonio se manifiesta de modo especial en quienes no tienen fe o no la practican. Tal vez porque quienes practican la fe conocen con más profundidad qué es el matrimonio, tienen más claro el compromiso que adquieren y son más conscientes de que el desarrollo de la vida conyugal y familiar depende en buena medida de sus esfuerzos y de sus virtudes en el día a día, y de la ayuda de la formación y de la gracia. Sin embargo, el fenómeno de la conflictividad también salpica a numerosos matrimonios cristianos.
La nulidad, anterior a los conflictos
La conflictividad no significa ni produce la nulidad. Cuando se descubre un posible motivo de nulidad, también ahí la Iglesia prefiere, si resulta posible, convalidar o ‘sanar’ ese matrimonio. Pero cuando a la conflictividad, al fracaso irreversible o a la amenaza de un mal se le suma una probabilidad notable de que haya una causa de nulidad matrimonial, entonces es conveniente iniciar el proceso correspondiente ante el tribunal de la Iglesia.
El proceso de declaración de nulidad no está pensado como medio para acabar con las dificultades de un conflicto matrimonial. Pero, de hecho, lo más frecuente es que la apertura del proceso sólo se pida cuando existe previamente una conflictividad seria. Si todo va bien en la vida matrimonial, lógicamente nadie piensa en plantear la posibilidad de una nulidad.
Casarse requiere “querer casarse”
Conviene analizar algunas de las causas del incremento de la conflictividad matrimonial y hasta qué punto existe una responsabilidad directa de los cónyuges; si condiciona a los cónyuges la mentalidad actual sobre la concepción misma del matrimonio, la persona, la libertad, el amor esponsal, el valor de crear nuevas vidas, el significado del compromiso, etcétera; si querían realmente el matrimonio… y si eran o no capaces de adquirir el compromiso que deseaban.
En definitiva, ante el aumento de las crisis en la vida matrimonial hay que plantearse qué dificultades provienen de la cultura, cuál de las costumbres, cuál de la falta de conocimiento o de la falta de capacidad de disponer de sí mismo para el acto de don y aceptación nupcial. Hay que pensar cómo influyen —condicionan o incluso determinan— esos factores en las facultades intelectuales y volitivas de los contrayentes a la hora de emitir su consentimiento matrimonial. Quizás, en ocasiones, el fenómeno actual tenga su causa no sólo en errores y debilidades en la convivencia conyugal, sino también en lo que ocurre antes de contraer matrimonio.
Podemos preguntarnos si algunos contrayentes de hoy quieren de verdad casarse o buscan simplemente una relación de ‘cohabitación legalizada’. Es más, en el ambiente cultural actual hay quien considera que tal vez muchos no están preparados para casarse o que es necesaria una voluntad más clara que antes y una madurez mayor.
Para responder a esta cuestión, habría que comenzar por recordar lo que significa casarse ‘en serio’. ¿Qué hay que querer para casarse? Para casarse hay que ‘querer casarse’, es decir, querer contraer matrimonio, ‘querer ser esposos’; querer darse y recibirse en la totalidad de la dimensión femenina y masculina de la persona, buscando el bien del otro y de los posibles hijos, querer ser cada uno del otro en su diferenciación sexuada y a título de justicia: como coposesores mutuos en la feminidad y en la virilidad.
Nos encontramos ante un derecho fundamental de la persona —y del fiel—; la propia inclinación de mujer y varón, a través del desarrollo físico y psíquico, apunta a esa unión y muestra su naturaleza. Por eso hay que pensar que, en principio, cuando alguien se casa con la edad requerida es consciente de lo que hace y es capaz de emitir ese consentimiento sobre el don de sí y la aceptación del otro. Lo que es normal, no exige más de lo normal.
Poder y querer
Durante años, en España, una gran mayoría de las demandas de nulidad planteadas ante los tribunales eclesiásticos solicitaban la nulidad por “incapacidad psíquica para asumir las obligaciones esenciales del matrimonio”, “inmadurez afectiva” o “falta de libertad interna”. Evidentemente la influencia del ambiente puede haber llevado a que haya más gente que sufra una incapacidad psíquica. En una entrevista reciente, Mons. Carlos Morán, Decano del Tribunal de la Rota Española afirmaba que “habría que preguntarse si quienes se casan realmente tienen la disposición y los resortes de vivencias personales necesarios para un matrimonio. En principio, por la vocación y por la capacidad naturales, hay que afirmar que sí, pero hay situaciones que lo desmienten”.
Sin embargo, obviamente, no hace inválido el matrimonio cualquier inmadurez, condicionamiento o limitación interna: para casarse basta una posesión de sí proporcionada al compromiso que se asume. Ahora bien, si actualmente existen más episodios de anomalías psíquicas, es también comprensible que afecten a mayor número de novios. A la vez, precisamente porque basta la normalidad, debemos recordar a Juan Pablo II cuando recordaba que “una verdadera incapacidad sólo puede darse en presencia de una forma seria de anomalía que […] debe lesionar sustancialmente la capacidad de conocer y/o de querer del contrayente”. Por eso, en estas causas matrimoniales se requiere la intervención de un perito que juzgue sobre los efectos de la anomalía y la lesión que produce en el sujeto. En palabras de la psicóloga Clara de Cendra, “esto ayuda a discernir si nos encontramos ante un trastorno psicológico o un dudoso ejercicio de la libertad”. Es decir, la clave es dilucidar si no se ha podido querer de verdad el matrimonio (incapacidad), o si no se ha querido —o sabido— poner las piezas adecuadas para la conservación y restauración del amor conyugal (fracaso).
Actualmente el número total de causas de nulidad es menor que antes. Por otra parte, hay que resaltar el descenso del número de causas de nulidad que se plantean invocando la incapacidad psíquica del sujeto, mientras aumentan las causas de nulidad basadas en la exclusión de la indisolubilidad por parte de alguno de los contrayentes.
¿Incapacidad generalizada?
No hay que pensar que cualquiera que esté desinformado acerca del matrimonio, aunque fuera partidario de una ley de divorcio, está excluyendo la indisolubilidad. Para excluirla es necesario tener una voluntad clara y precisa de rechazo a la durabilidad del matrimonio que uno está contrayendo; y la verdad es que en la medida en que hay un amor más verdadero, es más difícil que uno limite su consentimiento de ese modo.
Pero aun así, quizá es más comprensible la exclusión voluntaria que la incapacidad involuntaria. Parece verosímil que, en el ambiente cultural y moral de hoy, haya fieles sin especial formación que lleguen al matrimonio queriendo reservarse expresamente la posibilidad de acudir al divorcio para que el Estado ‘disuelva’ el vínculo y pueda contraer una ‘nueva unión’. Al menos, parece más verosímil que una incapacidad ‘generalizada’.
Formar la voluntad de los novios
Si el problema se veía antes como un ‘no poder’ casarse (incapacidad) y ahora asoma más bien la voluntariedad, quiere decir que hemos mejorado en la disponibilidad sobre uno mismo, y hay que felicitarse por ello. A la vez, significa también que puede existir un grave déficit en la formación de la voluntad matrimonial de los novios. Ésta parece ser, de verdad, la prevención posible y a medio plazo eficaz de la conflictividad de la que venimos hablando. Es más fácil prevenir y sanar un vicio de la voluntad, que una incapacidad del sujeto por una anomalía psíquica. “Con los diversos medios a disposición para una esmerada preparación y verificación” [del matrimonio], dijo Benedicto XVI en 2011 “se puede llevar a cabo una eficaz acción pastoral dirigida a la prevención de las nulidades matrimoniales”. Ahora nos corresponde poner los medios.
Juan Ignacio Bañares
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