La apertura a la verdad —cualquiera que sea su origen— es un signo de madurez que aleja a las sociedades de modos arbitrarios de vida
Las Provincias
Pienso que necesitamos elevar mucho el listón para buscar una convivencia de calidad que acabe notándose en una sonrisa, en la paciencia para escuchar, en la honradez para no hacer de la política el arte de atacar mejor al oponente mientras el país se desangra, en negocios apartados de la codicia, en la autenticidad del sindicalista, en la fidelidad del sacerdote, en leyes no arbitrarias, en modas que dignifican, en la veracidad, en la confianza, en la amabilidad, en la solidaridad personal y de las colectividades, en jueces no presionados ni politizados, en el cariño por niños y ancianos, en la lealtad matrimonial...
El DRAE define escuetamente el verbo del título: vivir en compañía de otro u otros. Es posible que así la Real Academia haya deseado abarcar toda posible forma de convivencia, pero parece muy pobre para la sociabilidad humana. De hecho, cuando expresamos la necesidad de convivir con todos, no nos limitamos a pensar en una yuxtaposición de unos con otros, ni siquiera en que residimos bajo un mismo techo, y tampoco que no nos peleamos con el del al lado.
El Magisterio de la Iglesia se ha referido a valores seguros para lograr la perfección personal y una convivencia social más humana. Esos valores, inherentes a la dignidad de la persona, serían la verdad, la libertad, la justicia y el amor. Así lo afirmó Juan XXIII y el Vaticano II, de un modo que a mi parecer sirve para los hombres y mujeres de cualquier creencia. Además, es obvio que este aprecio por la convivencia digna es mucho más hondo que el del diccionario citado.
Efectivamente, una sociedad no cimentada en la verdad, una convivencia construida sobre la mentira —lo estamos comprobando ahora en buena medida— es irreal y no conduce a una auténtica relación humana. La apertura a la verdad —cualquiera que sea su origen— es un signo de madurez que aleja a las sociedades de modos arbitrarios de vida. Pero nos mata la moda, lo políticamente correcto, las encuestas, el egoísmo, la codicia engendrada por presiones mercantiles o de poder, los respetos humanos, etc. La crisis económica que padecemos es, en buena medida, fruto de la mentira.
Sólo la verdad es cauce adecuado para una libertad que merezca ese nombre. De otro modo, ésta se empobrece hasta límites insospechados cuando es guiada hacia una perspectiva individualista y reducida al ejercicio arbitrario e incontrolado de la propia autonomía personal. Libertad será sólo elegir, pero sin rumbo. La belleza de la verdad y del bien —objetivos de la libertad— permanece harto ensombrecida por esa visión estrecha del gran don de la naturaleza humana. Se juega con el hombre, dándole opciones liberticidas mientras que el libre albedrío para lo decisivo se reserva al criterio de unos pocos, tal vez errados. La libertad se vigoriza —dice Gaudium et Spes— cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las multiformes exigencias de la vida humana y se obliga al servicio de la comunidad en que vive.
La justicia es una virtud cifrada en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. Un Estado de Derecho lo será en tanto en cuanto se acerque más a esa realidad. Lo que no se configure así es puro legalismo, conveniencia, presiones, modas, dificultades para la convivencia serena. Frecuentemente nos quejamos de la lentitud de los tribunales que imparten justicia, pero ¿con qué leyes han de hacerlo?, ¿con qué personas?, ¿con qué independencia? Y por encima de todo eso, se sitúa la educación, el talante individual y social de quienes pretenden ser justos.
Pero incluso una justicia más o menos bien organizada desemboca en el justicierismo ajeno al amor, resumido por los clásicos en sabia fórmula: Maximum ius, maxima iniuria. Nuestra convivencia requiere el amor, algo que va más allá de una justicia escueta que puede convertirse en la máxima injuria. Los valores citados —verdad, justicia y libertad— nacen y se desarrollan de la fuente interior del amor que consiste en darse, en el empeño por olvidarse de uno mismo, en la comprensión, en la capacidad de escuchar, disculpar y perdonar, en el difícil empeño de situarse en el lugar de los demás, en el dolor por los sufrimientos ajenos... No en vano la etimología de la palabra concordia indica unión de corazones, la mejor convivencia.
Si he escrito lo anterior es porque pienso que necesitamos elevar mucho el listón para buscar una convivencia de calidad que acabe notándose en una sonrisa, en la paciencia para escuchar, en la honradez para no hacer de la política el arte de atacar mejor al oponente mientras el país se desangra, en negocios apartados de la codicia, en la autenticidad del sindicalista, en la fidelidad del sacerdote, en leyes no arbitrarias, en modas que dignifican, en la veracidad, en la confianza, en la amabilidad, en la solidaridad personal y de las colectividades, en jueces no presionados ni politizados, en el cariño por niños y ancianos, en la lealtad matrimonial...
Algo muy concreto, pero que tal vez señala con pocas palabras lo que deseo expresar: «A veces pretendes justificarte, asegurando que eres distraído, despistado; o que, por carácter, eres seco, reservón. Y añades que, por eso, ni siquiera conoces a fondo a las personas con quienes convives. —Oye: ¿verdad que no te quedas tranquilo con esa excusa?» (Surco, 755). Algo pequeño que puede traducirse —para bien o para mal— en algo grande. ¿Y si lo llevamos a lo tratado aquí, a fin de no buscarnos excusas en la búsqueda generosa de una convivencia cordial?