“Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo” (Luc. 1, 29).
El rostro de la imagen de María Inmaculada bien pudo sonreír, desde sus 12 metros de altura sobre la columna que la ensalza, en la Plaza de España, en Roma. ¿Motivo de su sonrisa?: el Vicario de Cristo, el Papa Francisco, bajo un paraguas para protegerse de la lluvia y cubierto con mascarilla por la pandemia, estaba depositando a los pies de su imagen, una corona de flores. Eran las 7 de la mañana del 8 de diciembre del pasado año 2020. En ese momento, los bomberos se disponían a desplegar la alta escalera que les permite colocar, en el brazo derecho de la imagen, la corona de flores que todos los años el pueblo romano regala a la Virgen en su fiesta de la Inmaculada Concepción. Ellos fueron casi los únicos testigos y, admirados de lo que veían, aplaudieron el gesto papal. La pandemia había dado la sorpresa, cambiando externamente el protocolo de esa arraigada tradición, en torno a una gran verdad de fe.
En efecto: “A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María ‘llena de gracia’ por Dios (Lc 1, 28) había sido redimida desde su concepción. Es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX” (Catecismo de la Iglesia, n. 491). Y desde 1856, dos años después, el 8 de diciembre el Vicario de Cristo a primera hora de la tarde deposita una corona de flores a los pies de la imagen de la Virgen. Los fieles abarrotan la Plaza de España, donde se encuentra el bello monumento, para unirse al regalo y oración del Papa. El año pasado, con la mencionada sorpresa: Francisco llegó en coche utilitario, a hora intempestiva, con mascarilla, y paraguas; pero nada nuevo en lo esencial: depositó dos ramos de rosas blancas a los pies del monumento mariano, y rezó a María…
Para la Inmaculada, en el Cielo, probablemente no hubo sorpresa. Me atrevería a decir que lo esperaba, a pesar de la pandemia, porque ¡solo faltaría que un virus fuese a impedir ese gesto de amor filial a una Madre! En cambio, sí que se vio sorprendida -¡y cómo!- por otro obsequio que le hicieron muchísimos años antes: el aludido en el título de este artículo, y apenas mencionado en el inicio del párrafo anterior.
¿Cuándo, dónde y cómo fue ese otro agasajo? Tuvo lugar hace XXI siglos en Nazaret, un pueblecito de Tierra Santa. Fue un Regalo, esta vez con mayúscula, porque se trataba nada menos que de comunicar a María, la joven doncella desposada con José, que Dios le había hecho una gracia inmensa, inaudita, un auténtico “regalazo”. Gabriel, el embajador del Cielo, se presentó ante María para comunicárselo: Dios había preservado su alma, su entera persona, nada menos que de toda contaminación del pecado original, el cometido por nuestros primeros padres. Gabriel se lo dijo con breves palabras, sencillísimas, pero que contenían esa insólita verdad: “Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo” (Luc. 1, 28) Sí, eso esencialmente vino a decirle: eres la mismísima Pureza, en persona, desde el instante inicial de tu vida cuando la Trinidad creó tu alma. La sorpresa mayúscula, en este caso, fue de María, como lo recogió Lucas que, inspirado por el Espíritu Santo, escribe en su Evangelio, la reacción que tuvo: “Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo” (Luc. 1, 29). Se explica su perplejidad porque ¿cabe mayor sorpresa que sentirse protagonista de semejante alabanza: ¡alégrate, rebosas de gracia y eres templo divino porque Dios está contigo!?
Su asombro y sorpresa, empapados de humildad, se disiparon con la aclaración que a renglón seguido hizo Gabriel: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo” (Luc. 1, 31-32). La razón del regalo -su concepción inmaculada en el seno de su madre Ana-, era en previsión de lo que María habría de ser: la Madre del Hijo eterno de Dios-Padre. Nueve meses después, nacería la futura Madre del Redentor: por eso, el 8 de septiembre la Iglesia celebra el nacimiento de María.
Fe y razón se dan pacíficamente la mano en este misterio -más que en otros, si cabe- porque comprendemos bien que la infinita pulcritud y belleza espiritual del Salvador, requiriesen -salvada la libertad divina- que su futura Madre, como nuevo Arca de la Alianza que lo llevaría nueve meses en su seno, fuera la mismísima pureza. Esta fiesta, por su hondo sentido humano y espiritual, viene a ser una llamada de Dios para que apreciemos cuánto valora la pureza del alma y de la entera persona. Como un requerimiento, a través de María, para ir también contracorriente de esa otra pandemia de muerte espiritual: la provocada por la ola de pornografía y suciedad que parece invadirlo todo. Para combatirla y dominarla, Cristo con su obra redentora y sus sacramentos -de modo especial con la frecuencia de la Confesión y de la Eucaristía-, nos ofrece, personalmente, una ayuda de segura eficacia.
En nuestras manos está abrirnos confiadamente a ese ofrecimiento. Si la pandemia no impidió el regalo a María, que tampoco nuestras miserias personales, sanadas por la gracia divina, impidan a los creyentes acoger el regalo que Dio ofrece a todos con el perdón de los pecados y el alimento de su Cuerpo y Sangre eucarísticos. Su Madre, que también lo es nuestra, le acompañará gustosa en esos regalos.