José Antonio García-Prieto Segura rememora unos relatos del fundador del Opus Dei sobre su paso por Pallerols y el encuentro de la Rosa en la iglesia de Pallerols. Este fin de semana se ha celebrado la Fiesta del Encuentro de la Rosa.
Sus promotores catalanes la han llamado fiesta de la “Trobada de la Rosa”, es decir, del “Encuentro de la Rosa”. Desde el año 2003, numerosas personas la celebran el fin de semana más próximo al 22 de noviembre, en la Ermita de Pallerols, junto al Pirineo leridano.
Y como dicen en su página web, “conmemoran el paso de san Josemaría por allí, en 1937, cuando iba camino de Andorra. En este lugar encontró la rosa de Rialp, hecho que siempre recordó como una caricia de la Virgen”. Iba con un grupo reducido de personas. Para lectores que desconozcan las circunstancias del hallazgo, lo transcribo según se recoge en el reciente libro “Historia del Opus Dei”:
“El 21 de noviembre, durmieron en unos locales anejos a una iglesia saqueada (…) Esa noche, Escrivá sufrió una gran zozobra porque creía que la voluntad de Dios era que permaneciera en la zona republicana (…). A la mañana siguiente, movido por la incertidumbre y contra su conducta habitual, solicitó una señal del Cielo; concretamente, pensó ‘en una flor o adorno de madera de los desaparecidos retablos’. Entró de nuevo en la iglesia y, en el suelo, en un sitio por donde ya había pasado la jornada anterior, encontró una rosa de madera estofada. Se llenó de alegría porque entendió que Dios le indicaba que siguiera adelante”.
Justo un mes después, estando ya en Pamplona, dejó constancia escrita de lo ocurrido, y de sus profundos sentimientos ante aquella gracia del Cielo, que siempre consideró recibida a través de la Virgen María. Su relato, fechado el 22 de diciembre de 1937, terminaba así: “Me puse muy contento y bendije a Dios, que me dio aquel consuelo cuando estaba lleno de preocupación por si estaría o no Jesús contento de mí (Vázquez de Prada, V., El Fundador del Opus Dei II, p. 196).
Nada que añadir ya al hecho histórico, pero el haber compartido con san Josemaría -en tres ocasiones- su evocación del suceso, me ha impulsado a escribir estas líneas. Desearía transmitir el eco que dejaron en mí sus referencias a aquel regalo del Cielo, sin tergiversar su pensamiento ni las razones que le impulsaron a contárnoslo.
La primera ocasión fue en diciembre de 1961, en Roma, en un rato de convivencia con sus hijos que residíamos allí, junto a la sede donde él vivía. Y la segunda, en febrero de 1964. Entre impresiones esos momentos destaco su alegría honda -compartida con nosotros- al rememorar aquel regalo divino y un vivo agradecimiento al Señor por haberle tratado como un padre a su hijo pequeño. Quería pasar por alto todo lo que pudiera sonar a hecho extraordinario en torno a su persona. Por eso, la primera vez que nos habló de esto, terminó con estas palabras: “Fue un regalo de la Virgen, por quien nos vienen todas las cosas buenas (...) Pero ya no me acuerdo de aquel suceso: solo tengo memoria para agradecer al Señor su misericordia con la Obra y conmigo” (Vázquez de Prada, V. o c. p. 195)
La tercera ocasión, también en 1964, fue con sorpresa: cada uno de los que estábamos en aquel momento con san Josemaría, pudo tener en sus manos la Rosa. Ocurrió así: el Fundador quiso que uno que llevaba muchos años en la Obra y nunca había estado en Roma, pasara unos días allí. Le llamábamos familiarmente Chusti. Estábamos con san Josemaría e, inesperadamente, dirigiéndose a él, le dijo: Chusti, hijo mío, ¿tú has visto la rosa de Rialp? Ante su respuesta negativa, el Padre pidió a Ernesto, allí presente, que la trajera. La rosa fue pasando de mano en mano. No recuerdo que en aquella ocasión san Josemaría hiciera comentario alguno; pero silencioso, su rostro sonriente lo decía todo, al ver cómo el regalo de la Virgen iba pasando por nuestras manos.