El sistema de comunicación epistolar era ante todo morada del tiempo postergado
Desde que existe el servicio postal, esperar una carta es la expresión de un anhelo imposible de satisfacer. Pues el camino que recorrían los folios escritos formaba parte de la carta, así como el tiempo que permanecía en los buzones, el lapso que le llevaba llegar por barco, tren o avión a su destino. El sistema de comunicación epistolar era ante todo morada del tiempo postergado. También el carácter táctil de una carta, el papel, la letra de pluma, o quizá las manchas de tinta, el sobre, que ennoblece cada misiva y la convierte en potencial agente secreto, pertenecían a ese cruce de espacio y tiempo. Aún hoy —y hoy incluso más— somos conscientes del valor de esta carga etérea; seguramente por eso la publicidad en papel simula unas palabras escritas a mano. También el receptor percibe la promesa que ocultan tales envoltorios, como si la carta se hubiese compactado más durante el lapso de su viaje. Pues una carta contiene siempre un pedazo de presencia física, las huellas de aquel que la ha escrito. Pero esto no durará mucho. Con la aceleración del sistema de comunicaciones, el pulso de nuestros intercambios personales se va acercando a la frecuencia del tiro de bala del tráfico online, convirtiéndose prácticamente en simultáneo. Sin embargo, la aceleración de la comunicación no nos ha librado de los padecimientos de la espera. Al contrario, al sincronizarse la expectativa y la velocidad de su cumplimiento, la impaciencia parece haber aumentado. Esto vale sobre todo para las misivas románticas. No solo esperamos una respuesta inmediata, sino que maldecimos lo mucho que se tarda en redactar un correo electrónico. Aproximarse a la simultaneidad fue sin duda el ambicioso objetivo de la correspondencia amorosa desde los inicios de la cultura epistolar. Ya Goethe compuso para su corresponsal Auguste von Stolberg una especie de «Libro de horas» en el que levantaba acta, con cierta brusquedad, de su agenda cotidiana: « d.15. Buenos días. He pasado muy buena noche y me siento como una ninfa. No puedes imaginarte en qué me ocupo: una máscara para el próximo martes, en que tendremos baile.» Después de comer: llego a toda prisa para contarte lo que se me ha pasado por la cabeza hace un rato, en la estancia de al lado: ninguna criatura femenina me ha amado tanto como Gustgen […] tres y media. Se cayó al pozo, como me imaginaba. […] cuatro y media. Me gustaría mucho describirte cómo me encuentro». Paradójicamente, hoy estamos aún más cerca de este deseo de presencia inmediata y de «autenticidad», pues a pesar de carecer de cualquier elemento físico o sensitivo, el intercambio epistolar electrónico amplía las zonas de intimidad. En esa forma de expresión online que oscila ligeramente entre lo oral y lo escrito, se puede llegar a un curioso desbordamiento de intimidades y aproximar a dos seres que en el mundo real no se entenderían muy bien. Los tímidos esconden inhibiciones, los torpes de palabra se ejercitan en barrocos formulismos. La «red», ese espacio totalmente imaginario, deja en suspenso las dudas que trae la espera, nos alivia del peso de la existencia con todos sus defectos físicos. De pronto se permiten todos los tonos, incluso entre extraños. El buzón del correo electrónico es el escenario en el que ensayamos una cercanía no satisfecha, pues todo mantiene un carácter provisional. Por eso en internet se empiezan tantas historias de amor. A fin de cuentas, nada es más adecuado para el primer enamoramiento que el entorno imaginario de un idilio electrónico.