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La renovada conciencia de la llamada universal a la santidad y de la vocación y misión de los laicos dentro de la Iglesia es sin duda uno de los frutos más preciosos del Concilio, uno de aquellos que, cincuenta años después, no hemos terminado de comprender y hacer fructificar
Pasar unos días explorando un archivo histórico es como asomarse a una ventana que nos permite atisbar escenas de otros tiempos, dándonos acceso a la historia de un modo diferente al de los libros o artículos. Los archivos permiten en cierto sentido “encontrar” a los protagonistas a través de los papeles, cartas, recuerdos… que ellos mismos consideraron dignos de ser conservados para quien se “asomara” a su experiencia años después.
Esa fue la experiencia que tuve este verano cuando dediqué un tiempo a explorar el archivo de los auditores laicos del Concilio Vaticano II que se conserva en el Pontificio Consejo para los Laicos. Fue interesantísimo y muy enriquecedor poder tener de primera mano tantos documentos que recuerdan un acontecimiento histórico que ha marcado la vida de la Iglesia de los últimos cincuenta años, y en particular el trabajo de un puñado de hombres y mujeres invitados a hacer parte de él. Se trata de un capítulo poco conocido de la historia del Concilio.
Era hermoso constatar en los documentos, de diversas maneras, la clara conciencia histórica presente entre los Auditores. Sabían bien que era la primera vez que se invitaban laicos a un Concilio según esta forma —ha habido laicos en anteriores concilios, pero en calidad de representantes del poder civil, no tanto en cuanto Christifideles— así que entre ellos existía un sentido de estupor y agradecimiento, de tomarse muy en serio la responsabilidad que el Papa les confiaba. Inicialmente se trató de un grupo de trece hombres en la segunda sesión del concilio, grupo que fue ampliado en la tercera y cuarta sesiones, llegando a incluir veintitrés mujeres.
La novedad de estas mujeres haciendo su ingreso formal al aula conciliar en septiembre de 1964 estuvo acompañada de abundantes artículos en periódicos, no solo italianos, fotos en la prensa y hasta bromas de quienes las llamaban solemne y simpáticamente “madres” del concilio o se dirigían a ellas como carissimae sorores… Pero, pasada la novedad periodística pronto su presencia se convirtió en algo normal en el trabajo conciliar y las auditoras, religiosas y laicas, se integraron en las comisiones en las que participaron, trabajando activamente.
Quizá algunas cosas que sucedieron en el momento nos parecen extrañas y en el contexto de las conmemoraciones de los cincuenta años de la apertura del Concilio algunos han querido recordar tales hechos buscando ahí materia para reivindicar puestos o discutir sobre el rol de la mujer en la Iglesia y ver una supuesta discriminación. Como por ejemplo la sala de café separada para las auditoras durante los descansos de los trabajos conciliares; o el hecho de que no fuera considerado maduro el tiempo para que una mujer hablara al pleno del aula conciliar a nombre de todos los auditores.
Pero eran otros tiempos y hacemos mal en interpretarlos con prisa y desde prismas reivindicacionistas. Se trata de cosas que hoy no sucederían, como de hecho desde entonces no han sucedido. Hoy por ejemplo nadie comenta y ni siquiera es noticia que el reciente sínodo sobre la nueva evangelización tuvo casi el mismo número de auditoras que de auditores y un considerable número de expertas. Ellas hablaron, participaron, trabajaron, redactaron, intervinieron. Y su sala de café no estaba separada…
Otro importante punto al recordar la historia del Concilio y la presencia de las mujeres auditoras es cuidar que nuestro afán de buscar novedades y revoluciones no nos haga perder de vista la verdadera renovación que el Concilio trajo en el tema. La renovada conciencia de la llamada universal a la santidad y de la vocación y misión de los laicos dentro de la Iglesia es sin duda uno de los frutos más preciosos del Concilio, uno de aquellos que, cincuenta años después, no hemos terminado de comprender y hacer fructificar.
Poco antes del Concilio, se escuchaban definiciones del laicado como esta: «el laico es una causa segunda instrumental del apostolado ejercido por la jerarquía». Durante la segunda sesión del Concilio el intelectual francés Jean Guitton, auditor en el Concilio, decía: «Por primera vez en la historia un Concilio Ecuménico ha planteado la cuestión de los laicos en toda su amplitud. Busca su lugar en el seno del Pueblo de Dios en camino. Gracias a ello, toda nuestra participación en la vida de la Iglesia será por ello poco a poco transformada. Se podrá percibir en todos los confines del mundo, en todas las comunidades y hasta en la más pequeña de las parroquias».
Efectivamente ha crecido la conciencia de que la Iglesia es un sacramento de comunión, en primer lugar de la comunión de Dios con los hombres y, en consecuencia, de los hombres entre sí; un pueblo constituido como un cuerpo, cuya cabeza es Cristo. Dice la Lumen gentium: «en la constitución del cuerpo de Cristo está vigente la diversidad de miembros y oficios. Uno solo es el Espíritu, que distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia según su riqueza…» (LG, 7).
Más adelante, la misma Constitución dogmática habla hermosamente de la complementariedad de vocaciones diciendo: «Los Pastores de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse al servicio los unos de los otros y al de los restantes fieles; éstos, a su vez, asocien gozosamente su trabajo al de los Pastores y doctores. De esta manera, todos rendirán un múltiple testimonio de admirable unidad en el Cuerpo de Cristo». (LG, 32)
Y sobre el apostolado de los laicos, dice que «es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados por el Señor mismo en virtud del bautismo y de la confirmación. […] Los laicos están especialmente llamados a hacer presente y operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en que sólo puede llegar a ser sal de la tierra a través de ellos» (LG, 33). No es exagerado decir que esta renovación de la conciencia de la vocación y misión del laico dentro de la Iglesia se dio en parte también gracias al trabajo de los auditores y auditoras.
Mucho se ha escrito y hablado en los cincuenta años desde el Concilio sobre el rol de las mujeres en la Iglesia, algunos incluso hablan de puertas que se habrían abierto allí para volverse a cerrar. Sin embargo, no es esto lo que se percibe leyendo los documentos conciliares. No siempre se tiene suficientemente en cuenta la renovación que ha tenido lugar por una mayor presencia de los laicos y una más plena conciencia de su vocación y misión, ¡y que nos incluye también a las mujeres!
No deja de ser paradójico que las más grandes mujeres de la historia la Iglesia, las santas místicas, fundadoras, santas de la caridad, doctoras… no se han quedado esperando que les fuera atribuido un rol ni han detenido su labor a la espera de que se les instituyera un ministerio propio. Ellas sabían su lugar: junto a Cristo, hijas del Padre, hijas de la Iglesia, plenamente sus miembros, capaces de enriquecerla con sus dones. Y se pusieron a trabajar respondiendo a las urgentes cuestiones de su tiempo. ¿No nos tocará también a nosotras entregarnos, trabajar, cada una en el lugar donde Dios la llama, para llevar adelante como Iglesia esa nueva evangelización a la que incansablemente nos exhorta Benedicto XVI?
Ana Cristina Villa Betancourt
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