Las preguntas inteligentes de los estudiantes son verdaderamente uno de los elementos más maravillosos de la vida universitaria
El martes pasado la antigua alumna de “Filosofía del Lenguaje”, Paola A., me hizo una entrevista para una publicación que está preparando con otros compañeros de la Facultad de Comunicación. Paola quería lograr una comprensión más profunda del lenguaje de señas −ella domina el ASL (el American Sign Language)− y había revisado las nociones básicas sobre el lenguaje como sistema de signos que se contienen en el manual de Filosofía del Lenguaje (Herder, Barcelona, 1999), que hace más de veinte años publicamos Francisco Conesa y yo.
La entrevista resultaba amable e interesante, pues mucho tiempo atrás me había interesado yo también por el lenguaje de los sordos. Le contaba a Paola, por ejemplo, cuánto me impactó en su día el libro de Oliver Sacks: “Veo una voz”. Viaje al mundo de los sordos (Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1991), que leí y recensioné para Anuario Filosófico hace treinta años. Pues bien, en un momento de la conversación Paola −inquieta por entender mejor a la comunidad sorda− se paró y mirándome fijamente me preguntó: «¿Qué es una comunidad?».
Las preguntas inteligentes de los estudiantes son verdaderamente uno de los elementos más maravillosos de la vida universitaria. Vino a mi memoria en mi auxilio una idea que aprendí del profesor Leonardo Polo. Mirando a mi entrevistadora comencé a desgranar mi respuesta. Una comunidad −vine a decirle− es un conjunto de personas que ponen voluntariamente lo propio de cada uno al servicio del conjunto. Hacer comunidad significa renunciar al egoísmo individual y poner nuestra vida al servicio de los demás miembros de ese grupo. Quizá le puse como ejemplos las caravanas que surcaban el Far West o los equipos de fútbol en los que los jugadores ponen sus diferentes fuerzas y habilidades para el éxito del conjunto.
Quedé contento de mi respuesta, pero al día siguiente hice un descubrimiento mucho mayor. Varios alumnos de “Claves del pensamiento actual” iban leyendo en voz alta en clase sus ensayos sobre la familia. Hubo una representación de todo: hijos de padres divorciados, miembros de familias desestructuradas −como ahora se dice−, otros adoptados, algunos hijos únicos, otros de familia numerosa. Pero lo que más me impresionó es que, para todos los estudiantes de 3º y 4º de Psicología y Educación que leyeron sus textos, la familia es −o debería ser siempre− la comunidad básica en la que cada uno es querido por sí mismo y en la que cada uno aprende a poner sus cualidades personales al servicio de los demás. Esto es, a pesar de la sistemática propaganda en contra de la llamada «familia tradicional», con abuelos, padre y madre, hijos, mascotas y demás parentela asociada, todos venían a decir que esa estructura básica es donde los seres humanos se hacen persona porque es donde se sienten queridos y donde aprenden a querer; por ello todos añadían que, una vez superadas las sonoras rebeldías de la adolescencia, deseaban poner sus capacidades personales al servicio de la comunidad familiar.
Este fue mi descubrimiento: una familia es una comunidad. Es sin duda la comunidad más básica de la sociedad. Quizá sea esto lo que quería decirse con la metáfora −que siempre me ha parecido biologicista− de la familia como célula básica de la sociedad. Sin embargo, me parece que es mucho más que una célula: una comunidad familiar es todo un organismo vivo con miembros diversos que desempeñan diferentes funciones.
Cuando se publicitan estruendosamente en los medios de comunicación los crímenes en el seno de algunas familias, las diversas formas de violencia doméstica, el ocasional maltrato o abuso de los hijos por parte de algunos padres −a menudo en situación de abyecta pobreza− siempre pienso que el Estado moderno es, en cierto sentido, el primer enemigo de la familia, porque la familia es la comunidad básica de vida, de servicio, de aprendizaje y casi siempre de amor, que el Estado afortunadamente no ha logrado controlar.
Defender la familia no significa apoyar estructuras anacrónicas −eso que llaman “el patriarcado heterólogo”−, sino sostener que la familia es la escuela comunitaria básica en la que los seres humanos aprendemos a relacionarnos con los demás, a poner voluntariamente lo mejor de cada uno al servicio de los miembros de la comunidad familiar.