En una sociedad que tanto favorece el individualismo, merece la pena pensar sobre las ansias que tenemos los seres humanos de reunirnos con aquellos a quienes queremos no para hacer algo en concreto, sino simplemente para charlar, para estar juntos
Escribo estas líneas en el tren que me devuelve de Barcelona a Pamplona, después de la amable celebración del 70 cumpleaños de mi hermana mayor. Dentro de dos meses me someteré a una intervención quirúrgica de la válvula mitral y dentro de dos años, si Dios quiere, cumpliré a mi vez los 70, y con ello vendrá mi jubilación académica en la Universidad de Navarra y el consiguiente inicio de una nueva etapa de mi vida, previsiblemente de regreso en Barcelona.
En la comida de celebración de ayer comentaba con mis hermanos nuestra vívida sensación de la fugacidad de la vida, del veloz paso del tiempo que, quizá tras la muerte de nuestros padres, nos parecía o sentíamos que se había acelerado.
Estoy leyendo en estos días el fascinante libro de Jenny OdellCómo no hacer nada: resistirse a la economía de la atención (Ariel, Barcelona 2021), que acaba de aparecer en castellano y que contiene muchas reflexiones que invitan a pensar y a concentrarse en lo esencial. Entre ellas quiero recordar un pasaje que me impactó en el que la autora venía a decir que «el mejor tiempo de nuestra vida es el dedicado a los amigos». Pienso que tiene toda la razón: estar con los amigos, hacer cosas con ellos, es de lo mejor de la vida.
Todos advertimos en el confinamiento a causa del Covid-19 el empobrecimiento vital que significaba estar encerrado en casa, sin poder ir a una terraza para charlar amigablemente con los amigos delante de una buena cerveza. Con la relajación de las medidas sanitarias se llenaron esas terrazas y los más jóvenes no han cesado de organizar botellones multitudinarios en España y en tantos otros países. En una sociedad que tanto favorece el individualismo, merece la pena pensar sobre esto, sobre las ansias que tenemos los seres humanos de reunirnos con aquellos a quienes queremos no para hacer algo en concreto, sino simplemente para charlar, para estar juntos.
Me parece importante caer en la cuenta de que quienes cuidan a sus amigos viven en el presente, que es el único tiempo que existe: el hoy y el ahora es el espacio en el que tanto Dios como los demás están presentes. Por el contrario, quienes se centran en el pasado (en su memoria) o en el futuro (en su imaginación) fácilmente son víctimas de la depresión o de la angustia por exceso de pasado o de futuro, pues en última instancia no salen de la pobre cárcel de su yo, de su triste egocentrismo.
Con esto lo que quiero recordar, haciéndome eco de unas palabras de san Josemaría, el fundador de mi Universidad, en una homilía precisamente sobre el aprovechamiento del tiempo, es que el advertir la fugacidad del tiempo ha de llevarnos a amar más en el presente, a cuidar mejor de los demás, a volcar generosamente nuestra atención en quienes nos rodean porque −como uno percibe quizá con más fuerza al llegar a los 70− verdaderamente el tiempo para amar es corto.