¿Qué aporta la mujer en la vida de la sociedad, de la Iglesia? ¿Cómo se entiende eso que Juan Pablo II llamaba el genio femenino? Nos aproximamos a este tema, casi inabarcable, de la mano de Natalia Santoro
Fuente: omnesmag.com
Natalia Santoro reflexiona y profundiza, desde hace años, acerca de la figura y la tarea de la mujer en la sociedad, la familia y la Iglesia. Un tema de gran actualidad y que, como se ha puesto de manifiesto en diferentes ocasiones especialmente por los últimos papas, cobra gran importancia en una sociedad que parece reducir el feminismo a la imposición de la mujer sobre el varón.
Se habla mucho del “papel” de la mujer en la Iglesia y en la sociedad, pero ¿Es simplemente un papel, un número o una cuota lo que determina la influencia de la mujer en la vida de la Iglesia?
Hablar del “papel de la mujer” es hablar del “por qué” y “para qué” de nuestra existencia como mujeres, es decir: ¿Qué aporta la mujer en el mundo “por el hecho de ser mujer“?
“Te doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer! Con la intuición propia de tu femineidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas” decía San Juan Pablo II en la Carta a las mujeres de1995.
Sabemos que la diferencia radical entre hombre y mujer es la sexualidad. Ignorar, anular o disimular las manifestaciones de nuestra feminidad intrínseca es una gran pérdida. Eva significa “madre de la humanidad”, y Jesús acaba su vida en la tierra dirigiéndose a la Mujer del cielo en la tierra: María, la Nueva Eva: “Mujer ahí tienes a tu hijo”.
La maternidad es mucho más que el acto de ser madre biológica, es la cualidad esencialmente femenina de la mujer que está impresa en todo su ser, con independencia de temperamentos y caracteres, de funciones y roles. El error es interpretar ser madre con actitudes mujeriles, blandas o buenistas al estilo del ideario femenino de Blanca Nieves o de Cenicienta; y no serlo, con la bruja o la madrastra.
La mujer está llamada también a gobernar la tierra: “Y los bendijo Dios, y les dijo: Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla”. Esta tarea es encomendada igualmente al hombre y a la mujer; por tanto, la presencia de la mujer en todos los ambientes públicos y privados es necesaria. Es más, “no es bueno que el hombre esté sólo”, el ser humano, el hombre y la mujer no pueden ser felices excluyéndose mutuamente.
El drama femenino a lo largo de la historia consiste en que las mujeres hemos sido miradas con luces de corto alcance, con una visión que reducía nuestras capacidades personales al ámbito doméstico o a subalternas, sin la consideración que nos es debida, en la misma posición que un hombre, de igual a igual.
La Iglesia como pueblo de Dios se impregna de la cultura de su tiempo, pero también está iluminada para proponer una verdad sobre la mujer, más alta, profunda y revolucionaria desde la misma venida de Jesús.
El Mensaje a las Mujeres (Pablo VI, Clausura del Concilio Vaticano II, 1965) es muy revelador en cuanto a manifestaciones concretas de esa vocación maternal que, en sentido espiritual, tiene mucho que ver con la misericordia y con el cuidado de la fragilidad humana, pero también con la fortaleza, la valentía y la autoridad moral en relación a la vida humana: “Reconciliad a los hombres con la vida. Y, sobre todo, velad, os lo suplicamos, por el porvenir de nuestra especie. Detened la mano del hombre que en un momento de locura intentase destruir la civilización humana”.
Para poder cumplir la misión encomendada por Dios mismo, la mujer necesita ser recibida por el hombre con una mirada limpia e inteligente, para darse cuenta de que su diferencia, junto con los talentos humanos que haya podido desarrollar, es lo que se necesita para completar el deseo de Dios de gobernar el mundo. Ahora bien, esto no será posible en una dinámica de confrontación y de lucha por funciones, cuotas o poderes, sino en una dinámica de confianza y unidad.
¿Qué aporta eso que san Juan Pablo II llamaba el genio femenino en la Iglesia?
San Juan Pablo II fue coetáneo de los protagonistas de la revolución sexual del 68 y del auge del feminismo; respondió acogiendo a las mujeres, comprendiendo su posición y su rebeldía “no exenta de errores”; reconoció la deuda de la historia con las mujeres, les dio las gracias, a todas y cada una, y dedicó años de su vida a escribir y anunciar la dignidad de la mujer. Denunció todas las inercias sociales contrarias: por ejemplo, la instrumentalización de la mujer como objeto de satisfacción del ego masculino, el artificio en la expresión del amor, la responsabilidad del hombre como cómplice y provocador del aborto, y sobre todo denunció el abuso y violencia sexual contra la mujer.
San Juan Pablo II tuvo la brillantez de acuñar ese nuevo término que tantas mujeres de ahora andamos buscando para superar el feminismo falso que ahoga la feminidad en todas sus manifestaciones: el genio femenino. El Papa de las mujeres contempla la esencia de ser mujer en su versión original, la Nueva Eva, la mujer creada por Dios redimida de toda malicia por adelantado, desde su concepción. María es el genio femenino por excelencia, la mujer trascendente, la mujer eterna. Dios se expresa a sí mismo en la mujer de modo diferente al hombre (por tratar de expresar lo inexplicable).
María es el único modelo para la mujer: en ella se cumple de manera plena su vocación. Es esencialmente madre: todos los dones los recibe por su íntima y entrañable configuración con el Hijo. María es Virgen, la Inmaculada, sin mancha de pecado, llena del Espíritu Santo, llena de alegría y entusiasmo, energía y fuerza. Por ello, en ella se despliega la máxima aspiración de la mujer en este mundo, como madre y como virgen, en íntima unión con Dios.
Como mujer, como católica trabajando en un sector de “ambiente católico”, ¿echa de menos alguna cuestión?, ¿se sienten igualmente reconocidas?
Con trabajo y paciencia, el reconocimiento llega solo. Creo que la colaboración en paz genera el reconocimiento espontáneo, ver que avanzamos juntos y estamos alegres. Esto no significa dejarse avasallar o no tener la fortaleza de llevar la contraria, o dejar de reclamar lo que nos es debido en conciencia.
¿Existe quizás una politización del concepto de “participación de la mujer” también en la Iglesia?
Trasladar las estructuras organizativas de una empresa o de un Estado al ámbito eclesiástico, desde un punto de vista organizativo, puede ser adecuado. Trasladar estos esquemas funcionales al orden “espiritual” sería como aplicar la contabilidad a las conversiones, o el derecho mercantil a las relaciones entre hermanos. Me parece algo feo de entrada, que no encaja, pero es un terreno confuso: resulta fácil saltar de un lado al otro y caer en tierras movedizas.
¿Qué mujeres son para usted ejemplo de trabajo o influencia en la Iglesia?
Mi primera referencia en el modo de ser mujer es mi madre y las mujeres de mi familia, por supuesto. Creo también en lo que dice el Papa Francisco: son los dinamismos ocultos, los hombres y mujeres corrientes los que realmente cambian nuestra historia.
Hay hombres que nos confirman en nuestra misión como mujeres: el padre, el marido, también santos que nos enseñan un camino.
Gracias a estas semillas, y a todo lo que Dios regó después, han sido muchas las mujeres que han sido para mí una referencia. Pero hay una mujer en especial que hizo gala de una delicada y exquisita feminidad desgranando las enseñanzas de Juan Pablo II y el genio femenino para que pudieran ser digeridas y asimiladas por otras muchas mujeres: Jutta Burggraf. Pienso que ella ha marcado un antes y un después para muchas personas, hombres y mujeres; a través de sus escritos sobre el feminismo cristiano, nos facilita el antídoto imprescindible para los desafíos del siglo XXI.
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