La vida suele perder el sentido cuando uno no ama y, sobre todo, cuando uno no se siente aceptado
El día 25 de junio, entró en vigor la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia, que proporciona ayuda médica a morir a quien lo solicite bajo determinadas circunstancias. Con esta ley, pues, se legaliza y regula el “derecho a la eutanasia” en el conjunto del territorio español. Sólo seis países en todo el mundo cuentan con una ley de contenido similar: Países Bajos (2002), Bélgica (2002), Luxemburgo (2009), Colombia (2014), Canadá (2016) y Nueva Zelanda (2020). Son pocos, y entre ellos no figuran los más desarrollados como Alemania, Francia, Italia o Estados Unidos, entre otros.
Un día antes de la aprobación de su texto definitivo (18 de diciembre de 2020) –con 198 votos a favor (PSOE, Podemos, BNG, ERC, Junts per Catalunya, Más País, Bildu, PNV, CUP, Ciudadanos), 138 en contra (PP, Vox, UPN) y dos abstenciones (CC y Teruel Existe)–, el entonces ministro de Sanidad la defendió en los siguientes términos: “Como sociedad, no podemos permanecer impasibles ante el sufrimiento intolerable que padecen muchas personas; España es una sociedad democrática lo suficientemente madura como para afrontar esta cuestión que impone sentido común y humanidad”. Por su parte, la exministra de Sanidad dejó claro que, frente a esa realidad, el Estado “ni impone ni obliga”, porque se atiene a la decisión autónoma del paciente.
Formo parte de esa mayoría de la sociedad española que no acaba de entender qué sentido común y qué humanidad puede haber detrás de esta ley. Ignoro si la idea de sentido común a que aludieron estos defensores de la eutanasia era de matriz cartesiana (que consideraba la cualidad mejor repartida del mundo porque permite distinguir a todos por igual entre lo racional –o aceptable– y lo irracional –o inaceptable), o más bien volteriana (que entendía el sentido común como el menos común de los sentidos). Aunque seguramente, sin sospecharlo, coincidiría con Einstein, para quien no es más que un conjunto de prejuicios que otros nos inculcan. Sea como fuere, es bueno interrogarse y profundizar en las propias convicciones para ver si, en efecto, son propias o más bien ajenas, es decir, inoculadas por otros sin que las hayamos sometido a espíritu crítico alguno, del mismo modo que debemos intentar entender las convicciones de los demás para poder comprenderlos y dialogar, sin caer en la descalificación de quien piensa distinto. Criticar lo que no se entiende carece de sentido e imposibilita el diálogo sereno y constructivo.
El sentido común de la ley eutanásica que hoy entra en vigor refleja un principio fundamental de la modernidad: la libertad entendida como absoluta autonomía de la voluntad. John S. Mill, en su obra Sobre la libertad (1859), al referirse a “una esfera de acción en la que la sociedad, como distinta al individuo, no tiene más que un interés indirecto, si es que tiene alguno”, señala que ésta consta de tres principios. Junto al de libertad de conciencia –unido al de expresión– y al de libertad de asociación, menciona otro, el de ‘libertad humana’. Así lo expresa el filósofo inglés: “En segundo lugar, el principio de la libertad humana requiere la libertad de gustos y de inclinaciones, la libertad de organizar nuestra vida siguiendo nuestro modo de ser, de hacer lo que nos plazca, sujetos a las consecuencias de nuestros actos, sin que nuestros semejantes nos lo impidan, en tanto que no les perjudiquemos, e incluso, aunque ellos pudieran encontrar nuestra conducta tonta, mala o falsa”.
Desde esta perspectiva se entiende perfectamente que, ante el dolor insufrible de alguien para el que su vida ya no tiene sentido, lo propio, lo adecuado y lo razonable sea dejar –parafraseando a Mill– que siga su “modo de ser, de hacer lo que le plazca, sujeto a las consecuencias de sus actos, sin que sus semejantes se lo impidan”. Es más, en ese caso, no sólo habría que permitirle decidir libremente, sino que lo verdaderamente ético –o moral– sería auxiliarle para que pudiera llevar a cabo su decisión, como afirmó el ministro: “no podemos permanecer impasibles ante el sufrimiento intolerable que padecen muchas personas”. Así se justifica que la presente ley venga exigida por el “sentido común” (dejarme hacer lo que quiero), y por un sentido de humanidad (que nadie me obligue a vivir).
Frente a esta idea de sentido común que acabo de describir sucintamente, quiero recoger y plantear aquí cuatro reflexiones críticas que explican mi más firme rechazo a esta ley:
1ª) La libertad es una realidad rica y profunda que incluye una variedad de dimensiones que van más allá de –o no son tan sólo reducibles a– la autonomía de la voluntad, entendida como mera posibilidad de elección; lo contrario supondría confundir la vida lograda con el disfrute de mayores espacios de autonomía o autodeterminación, lo cual es falso: se puede tener una vida plena con escasos márgenes de autonomía, y viceversa: una vida vacía con amplios espacios de autonomía.
2ª) La vida suele perder el sentido cuando uno no ama y, sobre todo, cuando uno no se siente aceptado, acompañado y amado por los demás, en particular por los de su familia. En ocasiones, incluso en el mejor de los casos, suele darse entre la gente enferma –como sucede en los mayores– un intenso sentimiento de pesar por considerarse una carga para la vida familiar; con la eutanasia, a ese sentimiento de pesar se añadirá otro de culpabilidad porque, quien teniendo la posibilidad de terminar con su vida, no decide hacerlo, gravando así la vida de los más cercanos y de la sociedad en general, se considerará un egoísta insolidario.
3ª) Aunque se suela utilizar el sufrimiento como justificación para presentar como razonable –e incluso humanitario– ayudar al enfermo que lo solicita a terminar con su vida, lo cierto es que, a día de hoy, los avances de la medicina paliativa, suficientes para eliminar el dolor del enfermo casi por completo, hacen innecesario recurrir a la eutanasia; quizá ahí se constata el falaz argumento de que el Estado “ni impone ni obliga”: con esa ley, en realidad, el Estado se permite calificar algunas vidas como no dignas de ser vividas, proporcionando ayuda para terminar con ellas a quien convencido de ello lo solicita; además, no sólo es que el enfermo decide (tal como se presenta), sino que se pone sobre sus hombros la carga de esa decisión –con el sentimiento de culpabilidad añadido al que he aludido–, ayudando a eliminar a quien sufre, pero sin promover la medicina paliativa que podría quitarle el dolor.
4ª) La humanidad, que no es un sentimiento sino el imperio de la justicia, no consiste en auxiliar a la persona que quiere terminar con su vida, sino en dar a cada uno lo suyo (como señaló el jurista romano Ulpiano), es decir, en dar a cada uno aquello que necesita para que su vida tenga –o siga teniendo– sentido. Una sociedad no es más humana y madura por estar preparada para auxiliar al que desea morir, sino por su capacidad de dar a todos, sin excluir a nadie, aquello que necesitan para mantener la decisión de vivir. Algunos ven la eutanasia como una conquista; yo, en cambio, como un fracaso de la sociedad y un fraude del poder público, incompatible con un Estado de Derecho comprometido con la defensa de los derechos fundamentales –irrenunciables– de todos, y en particular de los más frágiles, de enfermos terminales que padecen una situación de desvalimiento físico y mental, en ocasiones agravada sobre todo por la soledad y la falta de atención. Resulta incongruente que un gobernante justifique la opción eutanásica afirmando que el Estado “ni impone ni obliga”, cuando en otros ámbitos sí lo hace (con acierto), imponiendo sanciones penales y administrativas a quienes pretenden renunciar a determinados derechos fundamentales (relación de trabajo esclava, tráfico de órganos, omisión del deber de usar cinturón o casco en la conducción de vehículos, etc.).
El actual Gobierno ha logrado aprobar una ley que constituye una herramienta idónea de transformación de la sociedad. Si los ciudadanos no hacemos nada para revertir ese proceso, si desde la sociedad civil no logramos combatir su vigencia, acreditando jurídicamente su manifiesta inconstitucionalidad, el derecho a la vida volverá a experimentar un retroceso y una devaluación radical, abocando a nuestro país hacia una pendiente resbaladiza de progresiva deshumanización. Espero que esto no suceda, y que no tengamos que comprobar los efectos letales (en sentido literal) y devastadores de esa ley, ni constatar que hay amores (o desamores) que matan, mientras el Estado se pone de perfil, dejando a su suerte a aquellas personas más vulnerables en el momento más difícil de sus vidas. No creo que merezca aplauso alguno la aprobación de una ley que concede el derecho a morir a alguien que, abatido por el dolor –y quizá la soledad–, ha perdido la ilusión de vivir. Sí merecería ser aplaudida –y sonoramente– la normativa que lograra mantener en todos –porque toda vida humana es valiosa, única e irrenunciable–, la voluntad de seguir viviendo.