«Para mí fue algo bastante nuevo. En las sinagogas y templos que yo conocía, íbamos allí para la celebración de un oficio. Aquí, en medio de los asuntos diarios, alguien entró en una iglesia como para un intercambio confidencial. Esto no lo podré olvidar jamás» (Edith Stein)
El 2 de agosto de 1942, Edith Stein, hija del pueblo judío, filósofa de alto vuelo, y monja carmelita después de su conversión, fue deportada al campo de exterminio de Auschwitz. Con ella, su hermana Rosa y otros muchos judíos de los Países Bajos llegaban a la antesala de la muerte. El 9 de agosto la vida terrena de Edith se apagó en una de las cuatro cámaras de gas que allí funcionaban, pero el rastro de luz que dejó en sus escritos y en su vida como carmelita estaba llamado a perdurar y brillar cada vez más.
Hoy, además de su categoría humana e intelectual, en la familia de la Iglesia la veneramos como santa, desde el 11 de octubre de 1998 en que fue canonizada por el papa Juan Pablo II, y un año después declarada co-Patrona de Europa, junto con dos santas más: Catalina de Siena y Brígida de Suecia. Imposible sintetizar, ni siquiera brevemente, algo de la riqueza filosófica y espiritual de santa Teresa Benedicta de la Cruz, que así quiso llamarse Edith al ingresar en el Carmelo. Por eso, me limitaré a trazar unas brevísimas pinceladas. De familia judía, pasó por un período de ausencia de Dios en su vida. Su privilegiada inteligencia y vivo interés por la filosofía le llevó a trabajar con Edmund Husserl, destacado filósofo del momento y fundador de la fenomenología, que la tuvo como estrecha colaboradora. Edith fue así la primera mujer en Alemania que presentó una tesis en esta disciplina.
Me atrevería a sugerir tres aspectos en la vida de santa Teresa Benedicta, cuyo entrelazamiento la llevarían al encuentro personal con Dios, en la persona divina de Jesús, hombre verdadero. Uno primero es su apasionado amor por la verdad, allí donde la fuese descubriendo, desde el terreno de la filosofía hasta el más importante y decisivo de las relaciones humanas, llegando así al hontanar de estas relaciones en la persona divina de Cristo, hombre como nosotros. Otro aspecto, inseparable del anterior, es su capacidad de examen y observación ante las diversas realidades que la interpelaban: ya fuesen interrogantes filosóficos como actitudes y problemas humanos de la vida diaria. Unido a este, y en tercer lugar, destacaría su apertura y cercanía a los otros, no en el sentido impreciso de “la gente” en general, sino cercanía a las personas concretas y singulares, de carne y hueso. En esta línea, un detalle nada anodino de su viva preocupación por los demás, fue el hecho de alistarse voluntariamente como enfermera al estallar la Primera Guerra Mundial y trabajar duramente en este servicio humanitario.
Los otros dos aspectos de santa Teresa Benedicta que he destacado -amor a la verdad y capacidad de observación-, están corroborados por otros tantos sucesos casi paradigmáticos, en esos mismos ámbitos, de su interior riqueza humana y espiritual. Las realidades que observaba en su entorno no eran como agua que corre sin dejar rastro: la interpelaban vivamente y, a veces, la marcaron a fuego. Lo relata ella misma, en uno de sus escritos. Muy al inicio del camino hacia su conversión, se encontraba un día en la catedral de Franckfurt y vio entrar a una mujer con una cesta, que quizá venía del mercado. Observó cómo se arrodillaba y, muy recogida en actitud de oración, hizo una especie de visita, como ante alguien que estuviera allí esperándola. Edith lo explica así: «Para mí fue algo bastante nuevo. En las sinagogas y templos que yo conocía, íbamos allí para la celebración de un oficio. Aquí, en medio de los asuntos diarios, alguien entró en una iglesia como para un intercambio confidencial. Esto no lo podré olvidar jamás» (Edith Stein 1891-1942). La gracia de Dios, sin duda alguna, estaba ya actuando en la vida de Edith, la mujer filósofa por vocación humana, y estos sucesos venían a ser luces que le acercaban a la Luz y a la Verdad.
Respecto a su amor a la verdad llegó el hecho que determinó el momento preciso de su conversión. Se cumplen ahora justamente cien años, porque fue en el verano de 1921. Invitada por una amiga, discípula también de Husserl, llamada Hedwig, a pasar unos días en su casa de Bergzabern, una tarde tomó al azar un libro de la biblioteca de la amiga. Hay que decir que no fue casualidad sino otra luz de Dios que el libro fuese la Vida de Teresa de Jesús, donde la santa abulense vuelca toda su experiencia humana y sobrenatural de trato personal con Dios. No pudo soltarlo de sus manos y la lectura se prolongó por horas. Como referirá más tarde, había llegado al encuentro con Dios: «Cuando cerré el libro me dije: aquí está la verdad». Con sencillez, de estas palabras cabe concluir que en el alma de la futura santa Teresa Benedicta, al fin se habían dado la mano su sed de verdad -más allá y más arriba de la verdad filosófica- con la Persona que dijo de sí mismo: Yo soy la Verdad y la Vida (Jn 14, 6).
El encuentro con Jesús, en la persona del Hijo de Dios hecho hombre, había llegado. En enero de 1922 Edith recibió el bautismo y sus raíces hebreas le acompañarían hasta el final: «Había dejado de practicar mi religión hebrea y me sentí nuevamente hebrea solamente tras mi retorno a Dios». Pocos días antes de su deportación a Asuchwitz, cuando en el carmelo de Echt en los Países Bajos le ofrecieron salvar su vida saliendo del país, no le importó correr la suerte de tantos judíos, y su respuesta fue: «¡No hagáis nada! ¿Por qué debería ser excluida? No es justo que me beneficie de mi bautismo. Si no puedo compartir el destino de mis hermanos y hermanas, mi vida, en cierto sentido, queda destruida». Son palabras que nos hablan, de nuevo, de apertura y cercanía a los otros: de estar a su lado para vivir, con obras, la fraternidad
El fulgor de esta estrella que brilló en Auschwitz comenzó a verse después, porque es el fulgor de los santos que resplandece, con especial fuerza, solo después de su muerte. El ejemplo de su vida santa es muy actual: la experiencia del año y medio de pandemia que llevamos nos ha hecho ver claramente lo necesitados que estamos de acoger y ser acogidos con la cercanía del cariño auténtico; y la necesidad, también, de no ser engañados y de hablarnos con verdad, porque solo quien ama y actúa conforme a la verdad está en el buen camino de la libertad.