Es inútil tratar de afrontar las realidades actuales con políticas del siglo pasado que ya han mostrado sus limitaciones. La alternativa que más interés ha suscitado durante los últimos años, en parte por su eficacia tanto económica como técnica, ha sido la renta básica
Los sistemas de protección social, como casi todo, pueden estar mejor o peor diseñados. Un ejemplo de una medida de protección social mal diseñada es, indudablemente, el Ingreso Mínimo Vital (IMV). Un derecho vacío desde su nacimiento que aprobó el examen gracias al marketing político. Un fracaso que no es plato de buen gusto para ninguna persona que defienda mínimamente la necesidad de erradicar la pobreza y de ofrecer una vida digna a todas las personas.
Frente a una política mal diseñada como el IMV, en Euskadi contamos con un programa de rentas mínimas más o menos competentemente diseñado -aunque con su progresiva degradación-. En sus más de 30 años de trayectoria, y según los datos del propio Gobierno vasco, la Renta de Garantía de Ingresos (RGI) no ha conseguido evitar que en Euskadi durante la última década hayan aumentado un 64,9% los casos de personas en situación de pobreza grave o un 20,2% el número de personas en situación de pobreza relativa. En el mismo período de tiempo, el número de personas con privación material ha incrementado un 105%, un 83,7% las familias que no pueden cubrir los gastos básicos y un 122,5% los impagados o atrasos en los pagos de alquileres o hipotecas. Tampoco podemos olvidar que solo una de cada dos personas que acceden al sistema de RGI consiguen superar la pobreza y que un tercio de las personas que están en riesgo de pobreza y exclusión social ni siquiera acceden al sistema. Competentemente diseñado, repito.
Esto no es algo que ocurra solamente en los ‘países del sur’. En Europa, entre el 20% y el 60% de las personas en situación de pobreza, por distintos motivos -laberinto burocrático, estigmatización o rechazo de lo que puedan considerar caridad-, no acceden a la última red del estado de bienestar. Pero, por lo que sea, ésta no es una de las grandes preocupaciones de la ciudadanía. Al fin y al cabo, ‘solo’ el 20,25% de los hogares de Euskadi se encuentran en riesgo de pobreza y, tú y yo, con suerte, nos salvamos -de momento-. El propio sistema se ha encargado de dibujar esa línea imaginaria entre la primera y la tercera persona. “Yo”, “nosotros” y “ellos”.
Entonces, ¿debemos tener alguna aspiración como sociedad? Si es así, ¿nos conformamos con tener un 30% de las personas en riesgo de pobreza y exclusión social fuera del sistema de protección? ¿Y con tener una tasa de pobreza entre el 15% y el 18%? Sería un error por nuestra parte resignarnos y es por ello que debemos apostar por una clara mejora en las condiciones materiales de la mayoría social que, además, actúe como un seguro vital ante las inseguridades y las inestabilidades económicas. Sin este seguro, sin esta garantía, la libertad está claramente amenazada.
Diariamente encontramos numerosos artículos sobre la transición económica o la modernización de nuestro sistema productivo. Sin embargo, uno de los retos que no copa tantos titulares pero que también tenemos que abordar en este siglo XXI es la modernización de nuestro sistema de protección social. Es inútil tratar de afrontar las realidades actuales con políticas del siglo pasado que ya han mostrado sus limitaciones. La alternativa que más interés ha suscitado durante los últimos años, en parte por su eficacia tanto económica como técnica, ha sido la renta básica. Una asignación monetaria pública incondicional, individual y universal. Pero no nos engañemos: aunque la reciban todas las personas, no todas las personas salen beneficiadas en términos monetarios porque su financiación se realiza mediante una reforma fiscal donde el 20% más rico tendría que aportar más a las arcas públicas.
Países como Finlandia, Escocia, Países Bajos, Alemania, Estados Unidos, Canadá, Brasil, Kenia, Namibia, India o, incluso, la ciudad de Barcelona, ya están explorando mediante proyectos piloto sistemas que garanticen el derecho universal a la protección frente a políticas inspiradas en el asistencialismo. Sí, asistencialismo. Porque si algo diferencia a los sistemas actuales y a la renta básica es la diferente concepción expresada en términos de libertad. El IMV o la RGI ayudan a las personas una vez estas han caído. Ofrecen una prestación a cambio de una contraprestación -habitualmente mediante un proceso de intervención laboral-, lo que conduce irremediablemente a la pérdida de libertad efectiva. La renta básica, por su parte, supone garantizar la existencia material de la ciudadanía de partida, otorgando un aumento de libertad efectiva para la inmensa mayoría de la población no estrictamente rica. Además, los resultados obtenidos en los proyectos piloto nos permiten observar que la renta básica ha conseguido aumentar el bienestar y la seguridad económica de las personas, mejorar su salud mental, comportar una mayor confianza en sí mismas, en las demás personas y en las propias instituciones y mejorar también la oferta laboral.
En un momento de desigualdad creciente, de pobreza creciente, de desempleo creciente, de degradación de las condiciones materiales de la mayoría de la población, en definitiva, de amenaza a la libertad, cabría ser valientes y no seguir parcheando una herida que está desangrando a una grandísima parte de nuestra sociedad. ¿Aspiramos a garantizar unos mínimos vitales a todas las personas? Para ello es necesario pasar del miedo y de la contención a la libertad y la prevención.