Querer lo mejor para ellos es querer que sean buenos, que su vida se comprometa con el bien
El libro que estoy leyendo −Humanos, de Natalia López Moratalla− trata sobre la complejidad del cerebro y su comportamiento. Defiende desde la biología cómo la evolución humana hará que crezcamos en humanidad en la medida en que se afiancen los vínculos familiares, que permanecen imborrables en el corazón del cerebro humano. Una tesis interesante que explica muchas de nuestras pautas.
“La comunicación inicial madre-hijo es la quintaesencia de la humanidad… No me cabe la menor duda de que es así. Al fin y al cabo, ser hombre es el ser nacido de mujer, de una mujer que concibe, da a luz y cría su hijo sin solución de continuidad”, afirma la autora citada.
Esta tesis confirma mi convicción de que el gran invento de la creación son las madres. No solo nos traen al mundo, sino que nos configuran como personas.
No conozco a madre alguna que no quiera lo mejor para sus hijos, que no esté dispuesta a hacer cualquier sacrificio por su bien. Lo mismo se podría decir de los padres, al menos, así ha sido en mi caso. El “cachorro humano” nace “prematuro”, totalmente necesitado y dependiente de los suyos. Tiene una gran capacidad de intercomunicarse e imitar. Graban en su mente todo lo que ven, sienten y experimentan. Ya desde el seno materno están aprendiendo, no solo reciben el sustento y el cuidado, sino que van estableciendo vínculos con su madre que influirán en su personalidad.
En el Evangelio de hoy tenemos el típico ejemplo de madre: “se acercó a Jesús la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos y se postró para hacerle una petición. Él le preguntó: ¿Qué deseas? Ella contestó: Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”. María Salomé, la madre de Juan y Santiago, pide lo más grande para sus hijos, los primeros puestos en el nuevo Reino. Es muy probable que en ese momento pensaría solamente en una dignidad temporal, social y mundana. Pero está pidiendo mucho más sin darse cuenta.
Hoy unos padres ambiciosos pueden desear que su hijo sea un Cristiano Ronaldo o un Messi. Que su hija sea notario o presidenta de gobierno. Que gane una medalla de oro en las olimpiadas… En una ocasión, una abuela primeriza me pidió que rezara para que el nieto que esperaba fuera guapo, que ella ya se encargaría de que fuera santo. Otros deseos, muy comprensibles, es que se les den bien los idiomas, los estudios, que tengan amigos, que sean espabilados. Todo un catálogo de ambiciones justificadas.
Estando con unos padres del colegio en el que trabajo me sorprendió su deseo: me decían que estaba muy bien la calidad de la enseñanza que su hija recibía, pero que lo que más esperaban era que fuera buena persona y nos pedían ayuda para que así fuera. ¿Es eso lo que deseamos para nuestros vástagos? Querer lo mejor para ellos, que sean felices, que triunfen, que les vaya bien es querer que sean buenos, que su vida se comprometa con el bien.
La gran locura de una madre, su sueño, debe ir en esa dirección. Un compromiso con el bien, con lo mejor, con la excelencia. Al igual que se le busca al niño/a la mejor academia de idiomas, el mejor entrenador de fútbol o escuela de ballet debe procurar el entorno que ayude a crecer con el bien, con lo bueno, con la verdad y el amor. Solo esto hará feliz a su prole, y realidad su locura materna.
María Salomé, al pedir que sus hijos fueran los primeros en el Reino, se concreta en estar con Jesús. De ahí viene todo lo demás. Una buena formación religiosa y humana nos pone en el camino de la felicidad, de la dicha, de la plenitud. Todo lo demás ayuda si va en la misma dirección. De lo contrario fomenta el egoísmo, la insatisfacción. Podrán tener salud, medios a mansalva, aceptación social, pero estarán vacíos por dentro. Serán, en expresión valenciana, ninotsde falla. Los padres al fomentar con su ejemplo la vida de piedad: el rezo y la recepción de los sacramentos, el amor a la vida virtuosa, la vida cristiana, están sembrando la mejor de las semillas en sus hijos.
“Si tuviera que dar un consejo a los padres, les daría sobre todo este: que vuestros hijos vean … que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está solo en vuestros labios, que está en vuestras obras, que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que los queréis de veras”, decía san Josemaría. Hoy es mucho más necesario seguir este consejo por la gran confusión que rodea a los niños.
Una buena madre puede hacer mucho por la felicidad de sus hijos, su contribución abnegada en esta tarea la puede llenar de gozo.