En estos tiempos de tanto materialismo quizá deberíamos aprender los filósofos a hacerlos
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A mí lo que más me impresiona es probablemente su durabilidad, su permanencia inalterada bajo la piel que lo hace tan difícil –y a veces tan caro– de borrar
En estos tiempos de crisis económica hay artistas en nuestro país que para ganarse la vida han tenido que aprender el arte del tatuaje. Me traía esto a la cabeza que en estos tiempos de tanto materialismo quizá deberíamos aprender los filósofos a hacer tatuajes en el alma.
En mi juventud llevar tatuajes era cosa de marinos, presos y legionarios, personas aburridas por la perspectiva de estar encerrados mucho tiempo. Ahora es de futbolistas, cantantes y demás famosos: los tatuajes tienen ahora glamour y se considera también que son señal de personalidad y de independencia. Por ejemplo, Lady Gaga lleva en su brazo izquierdo un amplio tatuaje en alemán antiguo con una frase de Rainer Maria Rilke, poeta al que califica como su filósofo favorito. Traducido al español viene a decir algo así como: «en la hora más profunda de la noche, confiésate a ti mismo que morirías si se te prohibiera escribir. Busca profundamente en tu corazón donde la respuesta extiende sus raíces, y pregúntate a ti mismo: ¿debo escribir?».
Hoy en día para muchos hacerse un tatuaje resulta casi como un rito de maduración personal, de afirmación de la propia identidad. No se trata solo de adolescentes enfrentados con sus padres que les prohíben tatuarse hasta que lleguen a la mayoría de edad. Son muchos también los adultos —en particular mujeres— quienes después de meditarlo durante mucho tiempo —quizás años— y de considerar con enorme atención sus posibles diseños, se deciden a dar el paso. «El tatuarse —me escribía un antiguo alumno— es una práctica ancestral proveniente de los pueblos isleños del Pacífico, un ritual con toda una carga simbólica. Un amigo —que tenía tatuajes— cuando le expresé mi deseo de hacerme uno y le dije que lo tenía pensado desde hacía mucho tiempo me respondió: "El tatuaje es una herida que te haces en el cuerpo y como tal debes curarla"».
Aunque hacerse un tatuaje resulte doloroso y ese sufrimiento forme parte del ritual, me parece a mí que se trata sobre todo de una herida en el alma. Quien encarga un tatuaje piensa que está tomando una decisión irreversible, que en cierta forma define su personalidad, su biografía, y aspira de ordinario a que permanezca para toda la vida. Por supuesto, su importancia dependerá del tamaño del dibujo y de su vistosidad, es decir, de su ubicación, si es para ser visto por todos o más bien solo para disfrute privado.
A mí lo que más me impresiona es probablemente su durabilidad, su permanencia inalterada bajo la piel que lo hace tan difícil —y a veces tan caro— de borrar: «Quitar un tatuaje de 50 € —se decía en el Diario de Navarra hace unos pocos días— puede costar 400 €». Según parece, se requieren reiteradas aplicaciones de rayos láser y en muchos casos quedan señales indelebles. Resulta hermoso que en el Cantar de los Cantares se mencionen los tatuajes para significar la eternidad del amor, ya que en los tiempos bíblicos no había manera de borrarlos: «Grábame como un tatuaje sobre tu corazón, como un tatuaje en tu brazo, porque es fuerte el amor como la muerte».
¿Por qué esta moda de tatuarse? No tengo la respuesta. Quizá guarde relación con el exhibicionismo y la superficialidad tan en boga, pero sospecho que hay razones mucho más profundas. Sin duda, hay muchos tatuajes que están causados por simple frivolidad o por aburrimiento como los de los presidiarios de otros tiempos. Otros son muchísimo más dramáticos: «Sobre mi antebrazo izquierdo llevo tatuado mi número de Auschwitz —el 172.364 en el caso de Jean Amery—; es de lectura más sucinta que el Pentateuco o el Talmud y, sin embargo, contiene una información más exhaustiva». Me parece que en muchos casos quienes se hacen un tatuaje en su piel donde realmente desearían hacérselo es en su alma. Mediante ese dibujo —muy meditado y muy pensado— están expresando quiénes son o quiénes querrían ser, están gritando con su propia sangre que necesitan sentirse queridos, reconocidos y valorados por los demás y quizá por ellos mismos.
El papa filósofo Juan Pablo II, haciéndose eco de unas palabras del profeta Isaías, decía refiriéndose a Dios en una Jornada Mundial de la Juventud: «Ha tatuado vuestro nombre en la palma de sus manos». En una dirección semejante, pienso a veces que si los profesores —en particular los filósofos— decimos cordialmente la verdad, si invitamos a quienes tenemos alrededor a pensar por su cuenta y riesgo, a vivir su vida de estreno, a ganar independencia de la mirada de los demás, a aceptar abiertamente sus debilidades y sus carencias, a ensanchar su libertad interior y exterior, a volcarse en servicio de los demás, serán muchos los jóvenes que no necesitarán tatuar sus cuerpos quizá porque llevarán ya tatuadas sus almas.