La voluntad y el tiempo es lo único que poseemos estrictamente hablando, de forma que el amor de tu vida no es aquel chico que has conocido hace dos días en un bar. Es aquel a quien has decidido darle tu tiempo y tu voluntad de amarlo en toda circunstancia.
Enfoques
Hace un par de años, me fui con mi prima a un parque de atracciones. No, no estuvimos pasándolo bomba entre una montaña rusa y otra. Fuimos con nuestros maridos y los churumbeles a un sitio pensado para niños. Así de sacrificados somos los padres, quien lo probó lo sabe. En determinado momento, mi hijo -cinco años tenía entonces- escuchó a mi prima decirle a su tropa «venga, id a jugar un poquito con el primo Manuel y con la prima Irene». Mi primogénito puso cara de extrañeza, y me preguntó: «Mamá, ¿yo también soy primo?». Evidentemente, los otros eran sus primos, pero a él debía tocarle otra categoría: si él era hijo de sus padres, sobrino de sus tíos, y nieto de sus abuelos, seguramente debía existir una palabra distinta para él, que tenía primos, no siendo él un primo.
Me pasa algo parecido con «la gente». Porque la gente son los demás, no yo. El otro día estaba esperando en la cola del supermercado, y oí a una pareja detrás diciendo: «Vamos a otra caja, aquí hay demasiada gente». Mi diálogo interior no pudo evitar exclamar: «Vamos a ver. Yo no soy ‘gente’. Yo soy Mariona, y me conozco de maravilla. Bueno, me conozco más o menos. Pero de ustedes no sé nada. La gente son ustedes, por supuesto, ¡a ver quiénes se han creído!».
La gente son siempre los otros. No por una cuestión de ego, sino porque lo que indica el concepto es precisamente eso: un conjunto de personas de las que no sabemos nada más allá de que son gente. Es el mismo mecanismo mediante el cual decimos «los perros», o «los políticos». O «los perros de los políticos», tanto da. No me sean malpensados, que los políticos también pueden tener perros. O bueno, sí, sean mal pensados. Al menos, honestos consigo mismos: normalmente, cuando pensamos en «la gente» lo hacemos en términos peyorativos, reconozcámoslo. Cuando no es así, decimos «las personas». A no ser que seamos políticos, entonces ensalzaremos «al pueblo» en mítines y medios de comunicación, y después nos iremos a pasear a nuestros perros mientras nos reímos de lo tonta que es la gente.